"Cuanto más lo pienso, tanto más me parece la característica
esencial de nuestra existencia humana: esperar todavía la Pascua y no estar aún
en la luz plena, pero encaminarnos confiadamente a ella”
A la luz del libro autobiográfico “Mi vida”, publicado en 1997 y
que recoge la existencia de Joseph Ratzinger desde su nacimiento hasta su
ordenación episcopal cincuenta años después y su posterior trayectoria como
cardenal y Papa hasta la renuncia al ministerio petrino.
Nacido ante la Pascua.
“Ser bautizado con la nueva agua se consideraba como un
importante signo premonitorio. Siempre ha sido muy grato para mí el hecho de
que, de este modo, mi vida estuviese ya desde el principio inmersa en el
misterio pascual, lo cual no podía ser más que un signo de bendición”. Es Joseph
Ratzinger quien
habla, quien relata, en el referido libro “Mi vida”, su nacimiento y su
bautismo. Era el 16 de abril de 1927.
Era sábado santo cuando en Martkl junto al Inn, en Baviera,
nacía el hasta ahora Sucesor de Pedro. Al día siguiente, domingo de Pascua,
recibía las aguas bautismales, recién bendecidas. La Pascua será ya toda su
vida un signo y un reclamo: “Cuanto más lo pienso, tanto más me parece la
característica esencial de nuestra existencia humana: esperar todavía la Pascua
y no estar aún en la luz plena, pero encaminarnos confiadamente a ella”.
Aquel 16 de abril de 1927 era día de frío y nieve. Al hogar
compuesto por el gendarme Joseph
Ratzinger y su esposa María llegaba el tercero y último de sus
hijos. Le habían precedido, María,
la mayor, y Georg, el
hermano sacerdote y músico del Papa.
Benedicto XVI nació -dicho está- en Martkl junto al Inn, junto
al río Inn, que discurre placentero, agreste y hermoso entre Alemania y Austria
y que da su nombre a ciudades como Innsbruck.
Pero el mismo Ratzinger confiesa que le es difícil afirmar cuál
es realmente su patria chica. Es, eso sí, “un hijo genuino del católico pueblo
bávaro”, como afirma en el libro “Mi vida”, su prologuista, el actual cardenal
arzobispo de Milán, monseñor Angelo
Scola, quien señala, como características propias de los bávaros “la alegre
participación en cualquier aspecto humano y un pertinaz sentido del deber”.
Ambos rasgos se observan con nitidez en Joseph Ratzinger: su espléndida
humanidad y su acendrado sentido del deber.
Los diez primeros años de su vida serán un recorrido por
distintas localidades del sur de Alemania como Tittmoning, Aschau y Traunstein.
Aquellos años, de continuos cambios de domicilio en función del trabajo ya
aludido de su padre, van a marcar, de alguna manera su vida, como lo harán
aquellos hermosísimos paisajes de montañas y lagos, la doble raíz cultural
-celta y romana- de aquellas tierras, la tan enraizada huella y testimonio en
ellas del cristianismo, las celebraciones de las principales fiestas cristianas
como la Navidad y la Semana Santa y la presencia de María Santísima en
Santuarios como el de Altötting. Se perfilan así rasgos esenciales de su vida y
de su temperamento como la serenidad, la introspección, el cultivo de la vida
interior, el amor por la familia, el gusto por las cosas sencillas y por la
naturaleza y la vivencia plena de los misterios cristianos a través de la
liturgia de la Iglesia, cuya “inagotable realidad” le acompañó y acompaña
durante su vida.
La sombra alargada y funesta del nazismo incipiente también se
hace presente en estos primeros años de infancia de Ratzinger, cuyo padre supo
inculcar a sus hijos el rechazo frontal a esta ideología del mal.
Son años asimismo en
los que en nuestro personaje nacen también algunas de sus principales
aficiones: la música clásica, de la que su hermano Georg será excelente
profesional, la literatura -incluso sentía vocación de poeta…- y el estudio de
las lenguas clásicas como el latín y el griego, que tan importantes serán para
su futuro como teólogo.
La hora del Seminario.
En la Pascua de 1939 -también la Pascua,
como tantas otras veces en su vida-, con doce años, Joseph ingresa en el
Seminario Menor de Traunstein. Eran vísperas de la gran tragedia de la II
Guerra Mundial, que estallaba el 1 de septiembre de aquel mismo año. Su hermano
fue movilizado para el servicio laboral del Reich y él, con dos años menos, será
después llamado a los servicios antiaéreos de Múnich y también al servicio
laboral del Reich con azada incluida… Y, mientras tanto y mientras la muerte,
la desolación y la destrucción crecían sin cesar y por doquier, Joseph
aprovecha al máximo el tiempo para el estudio y la vida interior.
Otro rasgo definitorio de Ratzinger se va a ir perfilando en
aquellos años: su libertad interior, su sentido de la independencia y su
conciencia del deber. Y hasta se descubrirá poco dotado para el deporte y nada
inclinado a la vida militar.
En mayo de 1945 acaba la guerra y es preciso construir la paz
entre tantas y tantas ruinas materiales y espirituales. En noviembre de aquel
año vuelve al Seminario: al Seminario de Frisinga. Allí estudia Filosofía y
“conoce” a Agustín de Hipona, su
gran maestro para toda su vida.
Dos años después comienza los estudios de Teología en Múnich,
donde se encontrará con extraordinarios profesores como Schamus, Maje, Stummer, Mürsdorf, Pascher, Söhngen … Entonces
Joseph descubrirá la exégesis bíblica y su método histórico-crítico y la
exégesis se convertirá en el centro de su formación y posterior trabajo
teológico, mientras la liturgia sigue siendo también para él clave y referencia
inexcusables.
Se convierte en partidario del movimiento litúrgico, auspiciado
años antes por el gran Odo
Casel, monje benedictino. Y, “así como había aprendido a comprender el
Nuevo Testamento como alma de toda la teología, del mismo modo entendí la
liturgia como el fundamento de la vida, sin cual ésta acabaría por secarse”.
El sacerdocio.
Acabados sus estudios teológicos y en la víspera de la
ordenación sacerdotal, el mundo de la docencia y de la investigación teológica
llama a su puerta. Era el verano de 1950. En menos de un año, Joseph recibirá
la ordenación sacerdotal mientras comienza a redactar su tesis doctoral
-”Pueblo y Casa de Dios en la enseñanza sobre la Iglesia de San Agustín”-.
En sus estudios se sumerge en la teología del “doctor gratiae” y
del jesuita francés Henri de
Lubac. Y el 29 de junio de 1951, fiesta de los santos apóstoles Pedro y
Pablo, es ordenado presbítero. Junto a él, fueron también ordenados sacerdotes
su hermano Georg y otros cuarenta seminaristas. La ordenación tuvo lugar en la
catedral de Frisinga. El ordenante era el cardenal Faulhaber, una mítica y
venerada figura del catolicismo alemán entre guerras. Una anécdota de aquel
radiante día quedará grabada en la memoria y en el alma de Joseph: “En el
momento en que el anciano arzobispo impuso sus manos sobre las mías, un
pajarillo -tal vez, una alondra- se elevó del altar mayor de la catedral y
entonó un breve canto gozoso: para mí fue como si una voz de lo alto me dijese:
«va bien así, estás en el camino justo»”.
Durante poco más de un año intenso, hermoso y aleccionador fue
coadjutor de la parroquia “La Preciosa Sangre” de Múnich y en octubre de 1952
fue destinado como formador del Seminario de Frisinga. Meses después, en julio
de 1953, lograba el doctorado en Teología.
El profesor.
En el semestre estival de 1953, al quedar vacante la cátedra de
Teología dogmática y Teología fundamental del Seminario de Frisinga, comienza
el tiempo para lo que será el genuino ministerio sacerdotal de Ratzinger y su
gran vocación: la Teología como profesor, estudioso y publicista.
Se sucederán distintas
circunstancias y avatares de distinto signo, volverá a vivir con toda su
familia y se encontrará con otro maestro para toda su vida: San Buenaventura y sus conceptos de historia y
revelación.
Entrará entonces en contacto con otro de los grandes teólogos
del siglo XX: Karl Rahner, como
le sucederá después con Urs
von Balthasar. Su tesis de habilitación como docente navegará en aguas
procelosas ante el recelo del gran Michael Schmaus. Pero finalmente en febrero
de 1957 aprobará la habilitación, mientras iba creciendo el teólogo fiel y
libre -en la libertad de la verdad- que llevaba dentro y mientras se
desarrollaba el gran profesor, el magnífico profesor, siempre pendiente de sus
alumnos, siempre de parte del más débil.
Bonn y el Rhin: se amplían los
horizontes. En abril de 1959 -de nuevo,
en Pascua- Joseph Ratzinger deja su tierra bávara y marcha a Bonn, la entonces
capital de la Alemania Occidental, la Alemania libre. Marcha como profesor
ordinario de Teología fundamental de la Universidad de Bonn, ciudad sobre el
Rhin, como él mismo la define. “El gran río, con su navegación internacional,
le daba un sentido de apertura y amplitud de horizontes, de un diálogo entre
las culturas y las naciones que desde hace siglos se encuentran aquí y se
fecundan recíprocamente”.
En la Universidad será compañero de claustro de Klauser, Jedin, Auer, Hacker. En Bonn conoce al
arzobispo de la vecina Colonia, el cardenal Frings, quien
lo hará su asesor teológico para el Concilio Vaticano II y quien le conseguirá
el nombramiento oficial de perito conciliar. El Concilio Vaticano II, tanto
durante sus sesiones en Roma como en la expectación con que se seguía en su
Alemania natal, va a marcar la vida y el ministerio de nuestro personaje.
Volveremos sobre ello.
Durante sus años en Bonn, en vacaciones, el 25 de agosto de
1960, fallece su querido padre. Tres años después, fallece su amada madre: “el
16 de diciembre de 1963 cerró para siempre sus ojos, pero la luz de su bondad
permaneció y para mí se convirtió cada vez más en una demostración concreta de
la fe por la que se había dejado moldear. No sabría señalar una prueba de la
verdad de la fe más convincente que la sincera y franca humanidad que ésta hizo
madurar en mis padres y en otras muchas personas que he tenido la ocasión de
encontrar”.
Münster y Tubinga.
En febrero de 1964, su hermano Georg, el músico, fue nombrado
maestro de capilla de la extraordinariamente bella catedral gótica de
Ratisbona, célebre por sus estilizadas torres ojivales de 105 metros de altura
y por sus “Pequeños Cantores”, a quienes desde entonces y hasta su jubilación
dirigió el hermano del Papa.
Unos meses antes, en agosto de 1963, Joseph había comenzado su
actividad docente en Münster, en su bien dotada, numerosa y prestigiosa
Universidad. El viaje por Alemania de Ratzinger le llevaba ahora al noroeste
del país, a una histórica ciudad del land -del Estado- de Renania del
Norte-Westfalia. En Münster y en Osnabrück, en 1648, se firmó la llamada paz de
Westfalia, que puso fin a la guerra de los treinta años y al enfrentamiento
armado entre cristianos.
Durante tres años permaneció Ratzinger en Münster, alternando su
estancia en esta ciudad con su presencia en Roma durante el Concilio. Los
tiempos se tornaron difíciles, mientras algunos teólogos se “crecieron”… y la
primerísima recepción del Concilio se polarizaba y dividía.
Y Joseph tenía “nostalgia del sur”. Años antes, en 1959, el
teólogo Hans Küng le había ofrecido la segunda cátedra
de Teología dogmática en Tubinga. Tubinga era mucho Tubinga. Y, aunque hubo de
esperar, en el semestre estival de 1966 comenzaba allí la docencia. Fue decano
de la Facultad de Teología. Escribió entonces su quizás principal libro “Introducción al cristianismo”.
Pero el ambiente estaba demasiado revuelto y dividido. “Antes -escribe en su
autobiografía- se habría podido esperar que las facultades de Teología serían
un baluarte contra la tentación marxista. Ahora, sin embargo, sucedía
justamente lo contrario: se convertían en el verdadero centro ideológico”.
Ratisbona, la antigua
capital imperial sobre el Danubio.
En 1967 el Estado libre de Baviera abría en la ciudad imperial
de Ratisbona su cuarta Universidad. A comienzos de 1969, le llega a nuestro
personaje la propuesta de asumir la segunda cátedra de Teología dogmática.
“Quería desarrollar mi teología en un contexto menos
agitado y no quería estar implicado en continuas polémicas. El hecho de que mi
hermano ejerciera en Ratisbona -por lo que la familia podía volver a reunirse
en un lugar- fue un motivo más que me ayudó a decidir el nuevo destino que
debía ser -era plenamente consciente de ello- definitivamente el último”.
Ya sabemos que no fue así y que de Ratisbona regresó a
Munich y Frisinga como arzobispo y que de allí, como cardenal, pasó a Roma y
que de Roma, en abril -Pascua, de nuevo- de 2005 se convirtió en su Obispo y
Pastor de la Iglesia Universal…
Los años de Ratzinger en Ratisbona fueron más plácidos, bien
creativos y notablemente fecundos. Fue también decano de la Facultad de
Teología y vicerrector de la Universidad. Y, sobre todo, fueron los años de la
consolidación en la elaboración de su propio proyecto teológico.
Fueron años donde estrechó contacto, admiración y colaboración
con De Lubac y Balthasar, Gillmeier y Auer donde entró en comunicación con Karl Lehmman, donde
colaboró con la Santa Sede y la Congregación para la Doctrina de la Fe como
miembro de la entonces naciente Comisión Teológica Internacional, donde se
insertó entre los creadores de la Revista “Communio”, donde, siguiendo las
huellas de Romano Guardini, ensayó
fórmulas de pastoral universitaria, donde escribió su tratado sobre Escatología
-para él la principal de sus obras- y donde, desde el verano de 1976, su nombre
“sonaba” para suceder en la sede episcopal de Múnich y Frisinga al gran
cardenal Julius Döpfner…
Llega, de nuevo, la
Pascua.
Y aquellos rumores de nombramiento episcopal pronto le llegaron
también al interesado. “No podía tomarme estos rumores muy en serio, dado que
eran sobradamente conocidas tanto las limitaciones de mi salud como mi
desconocimiento de las funciones de gobierno y de administración; me sentía
llamado a un vida de estudio y no había tenido nunca en mente nada distinto”.
Pero llegó, de nuevo, la Pascua…, esta vez en anticipo. El 25 de
marzo de 1977 el Papa Pablo VI le nombraba arzobispo de Munich y Frisinga. El
día de Pentecostés -el gran don de la Pascua es la efusión del Espíritu Santo-,
aquel año, el 28 de mayo, era ordenado obispo en la catedral de Múnich,
sobriamente restaurada tras los destrozos de la segunda guerra mundial.
Aquel día experimentó
sensaciones parecidas a cuando su ordenación sacerdotal, y el calor y el cariño
con que fue acogido por sus nuevos fieles le recordó el cariño y el calor que
le dispensaron en julio de 1951 sus amigos, sus familiares y sus primeros
feligreses. Y sintió una gran alegría, que le invadía de paz: “Era la alegría
de ver de nuevo presente aquel ministerio, aquel servicio en una persona que no
vive y actúa para sí misma sino para Él y, por ello, para todos”.
Y a buen seguro que sentimientos parejos vivió, también en
Pascua, el 19 de abril y el 24 de abril de 2005, cuando fue elegido Papa y
cuando tomó posesión formal de la nueva y suprema misión encomendada.
“Cooperatores
veritatis”.
“Con la consagración episcopal comienza en el camino de mi
vida el presente” escribe Ratzinger. “Entretanto, -añade más adelante en la
página final de “Mi vida”- yo he llevado mi equipaje a Roma y desde hace ya
varios años camino con mi carga por las calles de la Ciudad Eterna. Cuando seré
puesto en libertad, no lo sé, pero sé que también para mí sirve que «me he
convertido en una bestia de carga y, precisamente así, estoy contigo»”. Luego
nos explicaremos.
Los obispos deben elegir un lema y un escudo. Ambos van más allá
de la mera frase o de la mera heráldica. Ambos expresan el latir más íntimo de
su corazón y su más cierta aspiración en el desempeño del ministerio confiado.
“Como lema episcopal escogí dos palabras de la tercera epístola
de San Juan: «cooperador de la verdad», ante todo, porque me parecía que podía
representar bien la continuidad entre mi tarea anterior y el nuevo cargo;
porque, con todas las diferencias que se quieran, se trataba y se trata siempre
de lo mismo: seguir la verdad y ponerse a su servicio”.
Un moro, una concha,
un oso.
Y para su escudo episcopal recurrió a la historia de la
diócesis que se le encomendaba y a su propia historia personal. En el blasón de
los obispos de Frisinga aparece desde hace más de mil años un moro coronado,
cuyo significado no acaba de saberse. Pero ahí está. “Para mí -afirma
Ratzinger- es la expresión de la universalidad de la Iglesia, que no conoce
ninguna distinción de raza ni de clase, porque todos somos uno en Cristo”.
Junto al moro coronado eligió otros dos signos: una concha, signo
de nuestro ser peregrinos -de nuestro ser camino de Pascua- y evocación -con
inspiración en “su” San Agustín- de que “la grandeza del misterio es mucho más
grande que toda nuestra ciencia”.
El moro coronado, la
concha y un oso. Sí, uno oso. ¿Por qué uno oso? Es el oso de Corbiniano, el
fundador de la diócesis de Frisinga. Y se trata de una historia legendaria,
aderezada, de nuevo, por parte de Ratzinger, con inspiración agustiniana.
Cuenta la leyenda que
un oso despedazó el caballo en que viajaba a Roma San Corbiniano. Este
reprendió al oso y le impuso, como castigo, que cargara en sus lomos con el
fardo que hasta entonces había llevado el caballo. “Así, el oso tuvo que
arrastrar el fardo hasta Roma y sólo allí lo dejó en libertad el santo”.
Y este oso recuerda a Ratzinger las meditaciones que sobre
los versículos 22 y 23 del salmo 72 hizo San Agustín. El salmo muestra la
situación de necesidad y de sufrimiento que es propia de la fe que deriva del
fracaso humano. El salmista entiende que la riqueza y el éxito material son
finalmente irrelevantes y que lo importante es saber reconocer lo
verdaderamente necesario y portador de salvación: “Cuando mi corazón se
exacerba…, estúpido de mí, no comprendía, una bestia era ante ti. Pero a mí que
estoy siempre contigo”.
Y explica
Ratzinger que en esta frase, al igual que San Agustín, él también se reconocía:
“había elegido la vida de estudio y Dios lo había destinado a hacer de «animal
de tiro», el bravo buey que tira del carro de Dios en este mundo”.
De Múnich a Roma.
Un mes después de consagración episcopal, el Papa Pablo VI lo creó cardenal del orden de los
presbíteros y le asignaba el título de la Iglesia Santa María Consolatrice in
Tiburtina. Tenía 50 años. Y se convertía en uno de los cardenales más jóvenes
de la historia reciente. En agosto de 1978 participó en el cónclave que eligió
Papa a Juan Pablo I en octubre, tras la muerte repentina
de éste, en el cónclave de Juan
Pablo II.
Poco más de tres años después, el Papa Wojtyla, que había conocido al
teólogo Ratzinger en el Concilio Vaticano II y con quien mantuvo después
relación, lo llamaba a Roma como prefecto de la Congregación para la Doctrina
de la Fe. En febrero de 1982 dejaba definitivamente Baviera y, aunque cumplidos
los 75 años, quiso volver a su verde tierra natal, Roma seguía siendo la patria
definitiva de quien a sus 42 años se instaló en Ratisbona, convencido de que
sería su destino final…
El teólogo del Papa Juan Pablo II.
Desde un primer momento y en progresión continua, Ratzinger se
fue ganando la entera confianza del Papa. Fue quizás el más estrecho de sus
colaboradores, excepción hecha de su secretario personal. Y creció el teólogo,
mientras, para algunos, crecía el estereotipo fácil, la descalificación frívola
y hasta la caricatura. Como el tiempo y la verdad ponen a cada uno en su sitio,
ya nadie quiere recordar los prejuicios que su figura suscitaba para algunos.
Y su sencillez, su bondad, su capacidad de escucha, su lucidez
crecían. Estábamos ante un buen pastor y un grandísimo teólogo.
De él, del teólogo,
en el prólogo del libro “Mi vida”, monseñor Angelo Scola, destacaba estos
rasgos: la constante referencia a la centralidad de Jesucristo, el “unicum sufficiens”; su teología transida
de ensimismamiento de Jesucristo, aprendido de la mirada a Cristo y al
crucifijo; la peculiar e intrínseca conexión que establece entre revelación e
historia; el íntimo nexo que establece entre teología y santidad; la
presentación de la Iglesia como el ámbito de la experiencia cristiana y
creyente; la creencia y vivencia de la celebración de la Eucaristía como la
mejor y más precisa percepción de la naturaleza del cristianismo; y su posición
de abanderado del reto conciliar desde -añado yo- el criterio de la
continuidad, que trazó en su memorable discurso, ya como Papa, del 22 de
diciembre de 2005 en el cuarenta aniversario de la clausura del Concilio
Vaticano II y que reiteró, incluso creativamente, en las celebraciones de la
apertura del Año de la Fe 2012-2012, precisamente año convocado para conmemorar
las bodas de oro de la apertura del Concilio Vaticano II.
En sus más de
veintitrés años como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe,
Ratzinger ejercitó y vivió plenamente su lema episcopal -”Cooperador de la
verdad”- y sirvió con fidelidad y clarividencia a quien -el Papa- está llamado
a sostener a los demás en la roca y en la verdad de la fe.
La Pascua de 2005.
Y en la Pascua de 2005, a este humilde trabajador de la viña del
Señor, que siempre y sólo quiso ser teólogo y poder rezar y estudiar en paz e
interpretar al piano a Mozart, Bach o Beethoven,
la Providencia -a la que siempre ha escuchado y seguido- le convirtió en el
primer viñador de esta Viña del Señor que es su Iglesia.
Y el resto de esta
historia, mientras él sigue tirando del carro de Dios –hasta ahora (del 19 de
abril de 2005 al 28 de febrero de 2013) como el primer tirador-, nos la sabemos
todos bien. Le correspondía suceder a un gigante, a Juan Pablo II. Y ni una
sombra de complejo le surgió. Que para amar y venerar a Juan Pablo II ya está
él también el primero y a quien tuvo el gozo de poder beatificar, en olor de
multitudes, el 1 de mayo de 2011.
En el alba del camino
de la Pascua de 2013.
Y ha sido dos días
antes de comenzar la Cuaresma, de comenzar el camino hacia la Pascua. Fue el
lunes 11 de febrero de 2013, a media mañana, pasada las once treinta horas.
Benedicto XVI entraba definitivamente en la historia del pontificado romano,
del mejor pontificado romano. Y lo hacía con sus casi ochos años previos y con
una decisión para la historia.
“Os he convocado a este Consistorio, no sólo para las tres
causas de canonización, sino también para comunicaros una decisión de gran
importancia para la vida de la Iglesia. Después de haber examinado ante Dios
reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad
avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino.
Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe
ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no
menor grado sufriendo y rezando”.
Una mañana para la
historia.
Pasaban –dicho está ya- las once y media de la mañana del lunes
11 de febrero de 2013. El Papa Benedicto XVI había convocado a los cardenales
residentes en Roma a una reunión ordinaria, a un consistorio para el anuncio de
nuevas canonizaciones. Anunciadas estas para el 12 de mayo de 2013 y relativas
a las causas de una religiosa mexicana y de otra colombiana más ochocientos
mártires italianos del siglo XV asesinados por odio a la fe por musulmanes, se
produjo la noticia que ha conmocionado al mundo, la inmensa sorpresa, la
decisión histórica de la primera renuncia de un Papa desde 1415 y propiamente
sin otro precedente, más o menos similar, desde 1294.
Con voz débil y firme, prosiguió el Santo Padre: “Sin embargo,
en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones
de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de san Pedro y
anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del
espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que
he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue
encomendado”.
Los cardenales
contenían la respiración. Eran conscientes de estar asistiendo un momento
histórico, inédito, único. Radia Vaticana y el Centro Televisivo Vaticano
transmitían en directo el acto. El Papa hablaba en latín. “¿Será verdad lo que
estamos oyendo?”. No había duda.
Y, como si de una
formulación técnica y precisa se tratase, Benedicto XVI añadió: “Por esto,
siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro
que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, que me fue
confiado por medio de los Cardenales el 19 de abril de 2005, de forma que,
desde el 28 de febrero de 2013, a las 20.00 horas, la sede de Roma, la sede de
San Pedro, quedará vacante y deberá ser convocado, por medio de quien tiene
competencias, el cónclave para la elección del nuevo Sumo Pontífice”.
No había duda:
Benedicto XVI renunciaba al ministerio apostólico petrino. El cónclave llamaba
a las puertas de la Iglesia.
Y el Papa sabio y
humilde, ya a dos meses de cumplir 86 años, concluía sus palabras con este
hermosísimo párrafo final: “Queridísimos hermanos, os doy las gracias de
corazón por todo el amor y el trabajo con que habéis llevado junto a mí el peso
de mi ministerio, y pido perdón por todos mis defectos. Ahora, confiamos la
Iglesia al cuidado de su Sumo Pastor, Nuestro Señor Jesucristo, y suplicamos a
María, su Santa Madre, que asista con su materna bondad a los Padres Cardenales
al elegir el nuevo Sumo Pontífice. Por lo que a mí respecta, también en el
futuro, quisiera servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida
dedicada a la plegaria”.
Sorpresa, conmoción,
responsabilidad.
La noticia presurosa y veloz recorrió los cuatro puntos
cardinales. Se desataron los comentarios, las dudas, las preguntas, la
expectación. Benedicto XVI entraba definitivamente en la historia –y por la
puerta grande- con este gesto de responsabilidad, de libertad y de grandeza.
Dos días después, en la audiencia general de los miércoles,
volvió a referirse a su renuncia con estas palabras: “Como sabéis he decidido –
gracias por vuestra simpatía –, he decidido renunciar al ministerio que el
Señor me ha confiado el 19 de abril de 2005. Lo he hecho con plena libertad por
el bien de la Iglesia, tras haber orado durante mucho tiempo y haber examinado
mi conciencia ante Dios, muy consciente de la importancia de este acto, pero
consciente al mismo tiempo de no estar ya en condiciones de desempeñar el
ministerio petrino con la fuerza que éste requiere”.
Y en un nuevo ejercicio de lucidez, de humildad y auténtico
sentido de Iglesia y de lo que la Iglesia, añadió también el miércoles 13 de
febrero: “Me sostiene y me ilumina la certeza de que la Iglesia es de Cristo,
que no dejará de guiarla y cuidarla. Agradezco a todos el amor y la plegaria
con que me habéis acompañado. Gracias. En estos días nada fáciles para mí, he
sentido casi físicamente la fuerza que me da la oración, el amor de la Iglesia,
vuestra oración. Seguid rezando por mí, por la Iglesia, por el próximo Papa. El
Señor nos guiará”.
Luminoso y sereno,
apacible y firme.
Y comenzaron a pasar los años y con el paso del tiempo y de las
fatigas, Benedicto XVI se vio con casi 86 años y sintió -¡qué cosa más
natural!- mayor y hasta impedido para continuar su misión. Y como acabamos de
escribir, por sorpresa, nos dijo “adiós”, “hasta aquí he llegado”… Y lo hizo
fiel a su estilo. ¿Qué estilo? Quizás ya no haga falta recordarlo. Pero…
La sencillez, la cercanía junto a su timidez natural y el
espíritu de trabajo han sido a lo largo de estos casi ocho años rasgos
definitorios de su ministerio. Con paz, con libertad, con fidelidad, sin
ruidos, a su propio ritmo -sin prisas, pero sin pausas-, Benedicto XVI ha
gobernado con pulso sereno y seguro, condolido y profético, la nave de la
Iglesia. Su persona ha emanado dulzura, autoridad y confianza. Su ministerio ha
rezumado fidelidad, entrega y clara conciencia de la misión confiada. Y aunque,
como ya hemos sugerido, la nave de Pedro ha sido azotada por virulencia hasta
inusitada, sobre todo con los casos de pederastia y elVatileaks, el
humilde trabajador de la viña del Señor, ha sido también el eficiente y
paciente, el fuerte y frágil, el sabio y prudente timonel de su barca y
guardián de su viña.
A lo largo de sus
ocho años al frente de la nave de Pedro, Joseph Ratzinger-Benedicto XVI ha sido
un magnífico pastor de la Iglesia católica, una referencia segura para las
personas de buena voluntad y una personalidad respetada y en creciente
prestigio en el conjunto de la sociedad.
Durante estos atrás,
me ha gustado calificar a Benedicto XVI como Papa luminoso y sereno,
apacible y firme. En la hora de su despedida, estos cuatro adjetivos recobran,
a mi juicio, plena vigencia. Ha sido el Papa de la palabra. Ha sido y
sigue siendo una delicia y una auténtica escuela y fuente de enriquecimiento y
hasta de formación permanente leerle y reflexionar sobre sus palabras y
pensamientos.
Teólogo y catequeta
excepcional, Benedicto XVI ha dado lo mejor de sí mismo en el ejercicio de su
magisterio, en admirable fidelidad creativa con el Magisterio de la Iglesia.
Además, ha corroborado su magisterio no solo con su indiscutible valía
intelectual –propias de un auténtico sabio–, sino también con su talante
personal y creyente profundamente religioso, humano y humilde. Humilde, sí,
porque la humildad de Benedicto XVI ha sido uno de sus grandes dones y
virtudes, ahora ya, al igual que su luminoso magisterio, todo un legado.
El Papa sabio y
humilde que ha sido –me cuesta hablar ya en pasado al referirnos a él…–,
Benedicto XVI ha sobresalido igualmente por su hondura y afabilidad humana, por
su indudable apacibilidad. Hombre y creyente, pues, de paz, de encuentro, de
comunión, de diálogo, quienes lo han tratado personalmente han destacado
siempre la suma delicadeza de su trato, su capacidad de escucha y el don de la
acogida.
Papa firme en tiempos de turbulencias –¡y tantas y tan
lamentables como los casos de pederastia, elVatileaks, polémicas innecesarias como las
airadas reacciones tras el discurso de Ratisbona y otras más!–, Benedicto XVI
ha mantenido firme el pulso y el ritmo de la nave de Pedro. Ha sido valiente,
sincero, honesto, claro, audaz. Ha sido en medio de tantas “noches oscuras”
testigo de luz y de esperanza. Y, en todos los cargos y servicios en que lo ha
ido situando la Providencia, ha custodiado, defendido y difundido la fe
católica, la fe de la Iglesia, con toda su sabiduría, con todas sus fuerzas,
con toda su apacible y firme –valga la redundancia- firmeza y con todo el
sentido y la conciencia de la responsabilidad.
Y es que Joseph
Ratzinger-Benedicto XVI ha sido y sigue siendo un hombre de Pascua y de
espera de la Pascua. Porque -de nuevo, con sus palabras, “cuanto más lo pienso,
tanto más me parece la característica esencial de nuestra existencia humana:
esperar todavía la Pascua y no estar aún en la luz plena, pero encaminarnos
confiadamente a ella”.
Jesús de las Heras Muela
Director de ECCLESIA Y DE ECCLESIA DIGITAL