Evangelio según san Mateo 25,31-46

Con la Solemnidad de Cristo Rey que celebramos este Domingo llegamos al final del año litúrgico. El Evangelio nos propone un pasaje que es a la vez estremecedor y decisivo. El Señor Jesús nos explica qué es lo que sucederá al final de los tiempos cuando Él vuelva “en su gloria” y reúna ante sí a todas las naciones de la tierra. El gran pintor italiano Giotto inmortalizó esta escena en un admirable fresco que se encuentra en la Capilla de los Scrovegni, en Padua. El fresco, terminado hacia el año 1306, representa a Cristo rodeado de los coros angélicos con la mano derecha abierta en signo de acogida y la mirada dirigida hacia aquellos benditos que han alcanzado la bienaventuranza. La mano izquierda está en postura de rechazo hacia aquellos que por sus obras se han hecho merecedores —como dice el Evangelio— del «castigo eterno».
Este pasaje del Evangelio puede hoy no ser muy popular. Afirma con claridad que el destino del ser humano es eterno. Tanto el premio como el castigo son para siempre. Luego de ese juicio final, no hay otra oportunidad, ya no hay lugar al arrepentimiento ni al “ahora sí”. Esto implica, como nos enseña la Iglesia, que lo que hagamos en esta vida, las decisiones que tomemos, el rumbo que elijamos desde nuestra libertad para nuestra existencia, tiene resonancias y consecuencias para la eternidad. No se trata de “meter miedo” sino de sopesar con madurez y libertad, a la luz del Evangelio, el sentido y las opciones que uno hace. En este pasaje «las imágenes son sencillas, el lenguaje es popular, pero el mensaje es sumamente importante: es la verdad sobre nuestro destino último y sobre el criterio con el que seremos juzgados» (Benedicto XVI). Hace varios siglos que el poeta Jorge Manrique expresó esta realidad en un verso que vale la pena recordar:
«Este mundo es el camino para el otro,
que es morada sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada sin errar».
Por otro lado, el Evangelio cuestiona fuertemente la difundida visión de un Jesús que, por ser bueno y misericordioso, al final todo lo perdonará. El acento quizá no esté tanto en proponer la imagen de un juez caprichoso e inmisericorde frente al cual más te vale llegar con los deberes bien hechos. Habrá un juicio donde ciertamente primará el amor y la justicia, pero en el que Cristo Rey juzgará en base a nuestros actos. Y justamente porque Jesús es todo amor y verdad, porque es un rey justo y misericordioso, dará a cada uno según sus obras.que es morada sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada sin errar».
Como se ve claramente en las palabras del Señor, el amor será la medida fundamental con la que seremos juzgados. En base a si hemos amado como Él nos enseña, juzgará a unos y les dirá «vengan, benditos de mi Padre»; y juzgará a otros y les dirá «apártense de mí, malditos, váyanse al fuego eterno». Hoy tampoco es muy popular hablar del infierno. Y, sin embargo, el Señor lo revela en este y otros pasajes del Evangelio y es saludable espiritualmente recordarlo y tenerlo presente. «Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno”» nos enseña el Catecismo. Esa autoexclusión definitiva se da, una vez más, en relación a lo esencial: la comunión en el amor.
Considerar la eternidad nos impulsa a comprometernos con el aquí y ahora que vivimos. Y sobre todo nos impulsa a poner al Señor en el centro de nuestra vida y a hacer como Él nos dice, amando al prójimo como Él nos ha amado. El Reino de Cristo tiene su ley: Dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo o visitar al enfermo; amar al hermano que pasa cualquiera de esas necesidades; descubrir y amar en ellos el Rostro de Cristo. ¡Cuánto dista de la ley del egoísmo, del individualismo, del poder, el placer y el tener! ¿Bajo cuál se rige nuestra vida?
Por: Ignacio Blanco.
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