viernes, 31 de octubre de 2014

Todos llamados a ser Santos



Una sola cosa es necesaria” (Lc 10,42): la santidad personal. Este es el secreto de la alegría, la buena nueva para el mundo, la siembra de paz que necesita la sociedad


La fiesta de todos los santos nos recuerda la multitud de los que han conseguido de un modo definitivo la santidad, y viven eternamente con Dios en cielo, con un amor que sacia sin saciar. Es también la fiesta de todos os que estamos llamados a unirnos a los que forman la Iglesia triunfante: nos anima a desear esa felicidad eterna, que solo en Dios podemos encontrar. Vivimos en esperanza, somos varones de deseos (como el profeta Daniel), de que Dios saciará todo el afán de felicidad que anida en nuestro corazón, como decía San Agustín: “nos has hecho, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. San Pablo dice que nadie puede imaginar las maravillas que Dios nos tiene reservadas. Saciarán sin saciar, y este pensamiento de plenitud nos ha de ayudar a llevar la cruz de cada día sin caer en conformarnos con premios de consolación, con pequeñas compensaciones efímeras, que a la hora de la verdad son engaños, cartones repintados que defraudan las ansias de cosas grandes de nuestro corazón.

San Juan Apóstol, que en sus años mozos siguió al Señor, nos dice ya en su madurez que vale la pena: “El que existía desde el principio, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplaron y palparon nuestras manos... lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos también a vosotros para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Nosotros estamos en comunión con el Padre y con su hijo Jesucristo. Esto os lo escribimos para que vuestra alegría sea completa” (1 Juan, 1). Estamos llamados a pertenecer a la familia de Cristo, desde toda la eternidad hemos sido pensados, amados, para este fin, y para ello hemos sido creados: predestinados como hijos queridísimos, por puro amor (como comienza diciendo la carta a los Efesios. Esta gratuidad de la llamada a la amistad con Dios está desarrollado en muchos otros lugares como 1Tes. 4,3).

"La meta que os propongo -mejor, la que nos señala Dios a todos- no es un espejismo o un ideal inalcanzable: podría relataros tantos ejemplos concretos de mujeres y hombres de la calle, como vosotros y como yo, que ha encontrado a Jesús que pasa ‘quasi in occulto’ por las encrucijadas aparentemente más vulgares, y se han decidido a seguirle, abrazados con amor a la cruz de cada día. En esta época de desmoronamiento general, de cesiones y desánimos, o de libertinaje y de anarquía, me parece todavía más actual aquella sencilla y profunda convicción...: estas crisis mundiales son crisis de santos” (san J. Escrivá).

Para ello tenemos los medios de siempre, que hay que adaptar a las circunstancias de cada vida: oración y sacramentos, que son medios y no fines, el fin es al que se va avanzando como el que va hacia una luz, paso a paso: con la gracia de Dios, y la lucha alegre, vamos hacia Jesús, a corresponder a su amor con nuestra correspondencia que se manifiesta en la sensibilidad para hacer la voluntad de Dios. Con estos medios tenemos experiencia de Dios, como la tuvo Moisés en el Monte Sinaí ante la zarza ardiendo sin consumirse, cuando se le manifestó el Señor diciéndole: “descálzate porque este lugar es santo”, y cuando bajó del monte, cuando su faz reflejaba la luz divina. Es también la experiencia de San Pablo camino de Damasco: ciego ante la luz, para penetrar en la luz interior. Eso es la santidad: sentir a Dios en nosotros, sentirse mirados por Dios que tira de nosotros con suavidad y fuerza hacia arriba, si le tomamos la mano que nos ofrece para que allá donde está Él también vayamos nosotros. Esa determinación de seguir a Cristo se va desplegando en una serie de virtudes que al procurar vivir con alegría y constancia, se va haciendo heroísmo.

Ha dicho Jesús: “Una sola cosa es necesaria” (Lc 10,42): la santidad personal. Este es el secreto de la alegría, la buena nueva para el mundo, la siembra de paz que necesita la sociedad. La gran solución para todo, es la santidad: ese encuentro personal con Dios, que ponemos –ante el ofrecimiento de su gracia- buena voluntad, es decir correspondencia: lucha, esfuerzo personal por ser mejores y hacer el bien, pues la fe, si no va unida a las obras, está muerta.
 
En esta vocación que es la vida, escucha y correspondencia, diálogo abierto del hombre con Dios, parece que lo más importante es lo que hacemos nosotros sin embargo luego vemos que en realidad lo fundamental es lo que hace Dios, de ahí la vida como “dejar hacer” a Dios, como ofrenda agradecida, de acción de gracias. Decía P. Urbano que “un santo es un avaricioso que va llenándose de Dios, a fuerza de vaciarse de sí... un débil que se amuralla en Dios y en Él construye su fortaleza… un hombre que todo lo toma de Dios: un ladrón que le roba a Dios hasta el Amor con que poder amarle... El quid de la santidad es una cuestión de confianza: lo que el hombre esté dispuesto a dejar que Dios haga en él. No es tanto el ‘yo hago’, como el ‘hágase en mí’... El santo ni ama, ni cree, ni espera a solas: él siempre cuenta con el Otro. Por eso el santo confía... uno de esos que se fía de Dios. Pero hay que decir que, antes, Dios se ha fiado de él”. Y la meta es inabarcable, siempre en construcción: “¿La cima? Para un alma entregada, todo se convierte en cima que alcanzar: cada día descubre nuevas metas, porque ni sabe ni quiere poner límites al Amor de Dios”.

Por: Llucià Pou Sabaté | Fuente: Catholic.net

Fiesta de todos los Santos

Celebramos a las personas que han llegado al cielo, conocidas y desconocidas.
1 de noviembre                                                                                                                   


Este día se celebran a todos los millones de personas que han llegado al cielo, aunque sean desconocidos para nosotros. Santo es aquel que ha llegado al cielo, algunos han sido canonizados y son por esto propuestos por la Iglesia como ejemplos de vida cristiana.

Comunión de los santos

La comunión de los santos, significa que ellos participan activamente en la vida de la Iglesia, por el testimonio de sus vidas, por la transmisión de sus escritos y por su oración. Contemplan a Dios, lo alaban y no dejan de cuidar de aquellos que han quedado en la tierra. La intercesión de los santos significa que ellos, al estar íntimamente unidos con Cristo, pueden interceder por nosotros ante el Padre. Esto ayuda mucho a nuestra debilidad humana.

Su intercesión es su más alto servicio al plan de Dios. Podemos y debemos rogarles que intercedan por nosotros y por el mundo entero.

Aunque todos los días deberíamos pedir la ayuda de los santos, es muy fácil que el ajetreo de la vida nos haga olvidarlos y perdamos la oportunidad de recibir todas las gracias que ellos pueden alcanzarnos. Por esto, la Iglesia ha querido que un día del año lo dediquemos especialmente a rezar a los santos para pedir su intercesión. Este día es el 1ro. de noviembre.

Este día es una oportunidad que la Iglesia nos da para recordar que Dios nos ha llamado a todos a la santidad. Que ser santo no es tener una aureola en la cabeza y hacer milagros, sino simplemente hacer las cosas ordinarias extraordinariamente bien, con amor y por amor a Dios. Que debemos luchar todos para conseguirla, estando conscientes de que se nos van a presentar algunos obstáculos como nuestra pasión dominante; el desánimo; el agobio del trabajo; el pesimismo; la rutina y las omisiones.
Se puede aprovechar esta celebración para hacer un plan para alcanzar la santidad y poner los medios para lograrlo:

¿Como alcanzar la santidad?

- Detectando el defecto dominante y planteando metas para combatirlo a corto y largo plazo.
- Orando humildemente, reconociendo que sin Dios no podemos hacer nada.
- Acercándonos a los sacramentos.

Un poco de historia

La primera noticia que se tiene del culto a los mártires es una carta que la comunidad de Esmirna escribió a la Iglesia de Filomelio, comunicándole la muerte de su Santo Obispo Policarpo, en el año156. Esta carta habla sobre Policarpo y de los mártires en general. Del contenido de este documento, se puede deducir que la comunidad cristiana veneraba a sus mártires, que celebraban su memoria el día del martirio con una celebración de la Eucaristía. Se reunían en el lugar donde estaban sus tumbas, haciendo patente la relación que existe entre el sacrificio de Cristo y el de los mártires

La veneración a los santos llevó a los cristianos a erigir sobre las tumbas de los mártires, grandes basílicas como la de San Pedro en la colina del Vaticano, la de San Pablo, la de San Lorenzo, la de San Sebastián, todos ellos en Roma.

Las historias de los mártires se escribieron en unos libros llamados Martirologios que sirvieron de base para redactar el Martirologio Romano, en el que se concentró toda la información de los santos oficialmente canonizados por la Iglesia.

Cuando cesaron las persecuciones, se unió a la memoria de los mártires el culto de otros cristianos que habían dado testimonio de Cristo con un amor admirable sin llegar al martirio, es decir, los santos confesores. En el año 258, San Cipriano, habla del asunto, narrando la historia de los santos que no habían alcanzado el martirio corporal, pero sí confesaron su fe ante los perseguidores y cumplieron condenas de cárcel por Cristo.

Más adelante, aumentaron el santoral con los mártires de corazón. Estas personas llevaban una vida virtuosa que daba testimonio de su amor a Cristo. Entre estos, están  San Antonio (356) en Egipto y    San Hilarión (371) en Palestina. Tiempo después, se incluyó en la santidad a las mujeres consagradas a Cristo.

Antes del siglo X, el obispo local era quien determinaba la autenticidad del santo y su culto público. Luego se hizo necesaria la intervención de los Sumos Pontífices, quienes fueron estableciendo una serie de reglas precisas para poder llevar a cabo un proceso de canonización, con el propósito de evitar errores y exageraciones.

El Concilio Vaticano II reestructuró el calendario del santoral:

Se disminuyeron las fiestas de devoción pues se sometieron a revisión crítica las noticias hagiográficas (se eliminaron algunos santos no porque no fueran santos sino por la carencia de datos históricos seguros); se seleccionaron los santos de mayor importancia (no por su grado de santidad, sino por el modelo de santidad que representan: sacerdotes, casados, obispos, profesionistas, etc.); se recuperó la fecha adecuada de las fiestas (esta es el día de su nacimiento al Cielo, es decir, al morir); se dio al calendario un carácter más universal (santos de todos los continentes y no sólo de algunos).

Categorías de culto católico

Los católicos distinguimos tres categorías de culto:
- Latría o Adoración: Latría viene del griego latreia, que quiere decir servicio a un amo, al señor soberano. El culto de adoración es el culto interno y externo que se rinde sólo a Dios.

- Dulía o Veneración: Dulía viene del griego doulos que quiere decir servidor, servidumbre. La veneración se tributa a los siervos de Dios, los ángeles y los bienaventurados, por razón de la gracia eminente que han recibido de Dios. Este es el culto que se tributa a los santos. Nos encomendamos a ellos porque creemos en la comunión y en la intercesión de los santos, pero jamás los adoramos como a Dios. Tratamos sus imágenes con respeto, al igual que lo haríamos con la fotografía de un ser querido. No veneramos a la imagen, sino a lo que representa.

- Hiperdulía o Veneración especial: Este culto lo reservamos para la Virgen María por ser superior respecto a los santos. Con esto, reconocemos su dignidad como Madre de Dios e intercesora nuestra. Manifestamos esta veneración con la oración e imitando sus virtudes, pero no con la adoración.


Por: Tere Fernández | Fuente: Catholic.

domingo, 26 de octubre de 2014

Enojados con Dios

En nuestros días es frecuente encontrar personas –demasiadas– enojadas con Dios… El motivo concreto puede ser muy variado: porque se ha muerto un ser querido, se tiene una enfermedad, las finanzas tocan fondo, no se tiene el trabajo que se desearía… Es decir, culpan a Dios por lo que les hace sufrir.


Esto los lleva a mirarlo con desconfianza y recelo, apartarse de Él, sentirse ofendidos porque se sienten maltratados por Dios. Por tanto, no se sienten obligados a rendirle culto, ni amarlo: es como si pensaran que Dios los ha odiado primero…


No niegan su existencia, sino que la rechazan de su vida; saben que existe, pero no quieren saber nada con Él. Es como si pusieran a Dios en penitencia… Le exigen explicaciones y que los trate mejor.


Pero… hay más de un problema… Con esta actitud inmadura –caprichosa– se perjudican a sí mismos. Es como el chiquito que enojado con sus padres, les dice ofendido “y ahora no como”, como si el no cenar causara un daño a sus progenitores… Así se impiden a sí mismo encontrar el sentido del sufrimiento que los agobia y conseguir la paz; y se alejan de quien puede hacerlos felices.
Analicemos en cuatro pasos la respuesta a estos enojos:
  1. Dios no tiene la culpa… de las enfermedades,  de la maldad de los hombres, de los desastres naturales…
Si crees en Dios y lo que Dios ha revelado en el cristianismo, entonces deberías saber que Dios creó el hombre para ser feliz, y que el pecado original introdujo en el mundo la muerte, el dolor, el error y el desorden interior en la persona humana. Ese mundo feliz creado por Dios ha sido ensuciado y arruinado por el pecado del hombre (el de todos, incluyendo los tuyos y los míos). La culpa no es de Dios, es de Adán, de Eva y de todos los que pecamos…
Dios ha hecho al hombre libre. Y eso es bueno, ya que sólo así podemos amar y alcanzar la plenitud, aunque suponga un riesgo… El mal uso que el hombre haga de su libertad no es culpa de Dios.
  1. Dios no es ajeno a nuestro dolor: quiso asumir el sufrimiento.
Lejos de desentenderse de los hombres después de su pecado,  Dios se propuso repararlo.  Para eso lo asumió, se hizo hombre para sufrir con nosotros y para nosotros. No tenemos un Dios que no sabe lo que es sufrir… sino un Dios que experimentó el sufrimiento en su naturaleza humana.  Por eso nos entiende, sabe lo que es sufrir. Pero además, ese sufrimiento suyo no fue estéril,  sino redentor: lo convirtió en un acto de amor (Dios es amor, por eso todo lo que “toca” lo convierte en amor). Y así lo hizo valioso: a partir de Jesús,  quien sufre, puede unir su dolor al suyo, y así -convirtiéndolo en un acto de entrega personal por amor- salvar a los hombres con su dolor.
En el problema del dolor más que el por qué, lo que interesa, lo esencial, es el para qué…
Quien sufre no está solo, Dios está cerca de él. Su cercanía supone un gran consuelo y llena de paz. El enojo con Él, sólo nos priva de esta liberación.
  1. El sufrimiento tiene sentido y valor.
El dolor angustia y aplasta cuando no tiene salida… cuando un queda encerrado en su propio sufrimiento.
Mucho depende de cómo se viva el dolor: si se lo vive con bronca y resentimiento, resulta destructivo. Si se lo vive con sentido y amor, es liberador.
La esperanza hace una gran diferencia: un dolor cerrado en mí mismo, sin salida, se hace insoportable; un dolor con sentido, lleva más allá de nosotros mismos, se sabe fecundo; entonces, es posible sufrirlo serenamente, llenos de paz.
En el Calvario había tres cruces. En el medio, la de Jesús, que fue a ella voluntariamente: “Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo” (Jn 10,18). A su lado, dos condenados. A la derecha, uno alcanza el paraíso (gracias a la cruz resultó ser un condenado muy poco condenado…, allí encontró la liberación definitiva). A la izquierda, otro se muere de asco y odio… Dos cruces junto a Jesús, el mismo sufrimiento físico, dos actitudes distintas, dos modos de vivir el dolor, dos resultados diametralmente opuestos. Cada uno elige qué actitud tomar…
El sufrimiento tiene sentido: hay que encontrarlo. Cuesta… ya que el dolor obnubila la mente y oscurece la visión. No es fácil, pero Dios está más cerca del que sufre: quien lo busca, lo encuentra.
Como enseña el Papa Francisco:
“La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar. Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña, con una historia de bien que se une a toda historia de sufrimiento para abrir en ella un resquicio de luz. En Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros este camino y ofrecernos su mirada para darnos luz”. (Enc. Lumen Fidei, n. 57).
  1. Enojarse con Dios no solo carece de sentido sino que es muy contraproducente…
Solo en Dios podemos encontrar la felicidad, de manera que enojarse con Dios es enojarse con la fuente de nuestra propia felicidad… y esto no parece una cosa muy inteligente para hacer…
Es entendible que una persona que sufre esté shockeada, y que sienta una gran rebeldía.  Pero debería serenarse y procurar manejar razonablemente esa rebeldía. Y buscar en la luz de la fe, la luz para encontrar su sentido.
¿Cómo superar estos enojos…?
Buscar en la luz de la fe, la luz para encontrar su sentido. Por ese camino –marcado por la humildad– encontrará primero resignación (paso fundamental); entonces la esperanza despertará la aceptación, que llevará a ofrecer el dolor y ofrecerse a uno mismo en él. Y entonces, brillará el amor: encontrará el amor de Dios, que siempre estuvo a tu lado, también cuando nosotros procurábamos espantarlo con nuestro enojo…
No parece que nos convenga enfrentarnos con quien puede dar sentido y valor a nuestro sufrimiento, con quien puede darnos la fortaleza para llevarlo y con quien nos promete la felicidad absoluta si lo vivimos con amor.
 
P. Eduardo María Volpacchio
Buenos Aires, 24 de agosto de 2014

Algunos se cansaron

Es un poco triste reconocerlo pero hay que ser honestos: algunos se cansaron de batallar contra la corriente. Un día se sintieron sin fuerzas, y casi sin darse cuenta, empezaron a dejarse llevar por el fluido suave y el ritmo arrullador de las aguas que iban corriente abajo.

Poco importó en un primer momento que fueran aguas venenosas. Poco importó que hubiera un penetrante hedor que se pegaba a todo: sus palabras, sus ropas, sus casas. La comodidad de dejarse llevar parecía buena razón, y al fin y al cabo, a los malos olores uno termina por acostumbrarse.
Se cansaron de decir que la paga del pecado es la muerte; su discurso cambió, y empezaron a decir que ante todo hay que ser humanos, y que Dios es tan misericordioso que en realidad no importa que pequemos, porque–ya revolcados bien abajo en esas aguas inmundas–les parecía imposible que hubiera condenación. Admitir que puede haber infierno y condenación Cansado?eterna es admitir que uno puede llegar allá si enseña lo que es falso aunque sea seductor. Así que cerraron los ojos y dijeron mirando a las cámaras que Dios no podía ser tan terrible.

Algunos se cansaron de pelear. Entregaron sus armas. Ya no soportaron más que la sociedad los excluyera, que la opinión pública los lastimara, que los medios de comunicación los ignoraran, que los parlamentos aprobaran leyes en contra de lo que siempre se enseñó. Se cansaron de ser sal que fastidia y dejaron de salar. Insípidos, con una sonrisa inocua, con un discurso debidamente censurado y autorizado por el “Nuevo Desorden Mundial” salieron a los púlpitos y a las cámaras y proclamaron que la Iglesia había cambiado. En realidad sólo ellos habían cambiado pero usurparon el nombre de la Esposa de Cristo.

Se cansaron de ser vituperados y maltratados. Cambiaron entonces su enseñanza y la acomodaron a los oídos adúlteros del mundo. Un aplauso sonoro fue la respuesta de parte de ese mundo, que de tiempo atrás esperaba tal cansancio. Los de las tinieblas se miraron y sonrieron con gesto de victoria. El rostro de los enemigos de la Iglesia brillaba con entusiasmo: “¡La hemos derribado!,” se dijeron al ver caer algunas de las altas torres de la Esposa, la Casa de Dios, la Católica.

Y los que se cansaron, y ahora enseñan otra cosa, al oír el estrépito de semejante derrumbe, creyeron que los estaban aplaudiendo. Ya sabes: un derrumbe suena como un aplauso.
Algunos se cansaron. Pero no todos. Hay quien siente dolor y celo. Hay quien hace penitencia y reza. Hay quien predica, así parezca que su voz se pierde en el desierto. Hay quien llora y ora. Y esa oración atraviesa las nubes.

Fuente: Fray Nelson, el 24.10.14 a las 8:06 PM

miércoles, 15 de octubre de 2014

Santa Teresa de Avila y el Espíritu Santo

La magnanimidad es una hermosa virtud, que nos lleva a desear cosas grandes, a gastar nuestra vida para regalarle algo grande a este mundo. Porque ser humildes no quiere decir que escondamos nuestras capacidades o que enterremos nuestros talentos. El Espíritu Santo no se goza en nuestra destrucción ni espera que renunciemos a nuestros sueños. Al contrario, él nos lanza a la aventura de vivir cosas grandes.

Eso está claro en la vida de Santa Teresa de Ávila, que hoy recordamos. Ella desde pequeña soñaba con hacer cosas grandes por Cristo. Pero en esa época, hace quinientos años, las mujeres no podían destacarse en la sociedad ni en la Iglesia.

A ella la estimulaba mucho la lectura de las vidas de santos y de los libros de caballería. Por eso un día, siendo niña, quiso escapar con su hermano con el deseo de dar la vida por Cristo en tierras paganas.

En 1535 entró al convento de la Encarnación en Ávila. Pero se puede decir que sólo veinte años después ocurrió su gran conversión, la acción más poderosa del Espíritu Santo. Al poco tiempo sintió el llamado de Dios a reformar la vida de los conventos carmelitas, devolviéndoles su espíritu de austeridad y fervor evangélico, donde no debería faltar la alegría. A esta reforma se le unió San Juan de la Cruz. Ambos sufrieron burlas y persecuciones, pero nada podía frenar a esta mujer decidida y segura. A su intensa actividad unió una altísima experiencia mística que quedó plasmada en sus escritos espirituales, por los cuales se la declaró doctora de la Iglesia. Fundó muchos conventos reformados, lo cual le significó numerosos viajes que deterioraron su salud. A causa de esos viajes la llamaban despectivamente "mujer inquieta y andariega".

Pero a pesar de las persecuciones que soportó de parte de las mismas autoridades de la Iglesia, expiró diciendo: "Muero hija de la Iglesia". Porque el Espíritu Santo, que nos invita a vivir cosas grandes, nos lleva también a vivirlas en humildad y en fraternidad, nunca en la vanidad y la división.

Teresa es un hermoso estímulo que nos invita a dejarnos llevar por el Espíritu Santo sin cobardías ni mezquindades, sabiendo que, unidos al Señor, y más allá de lo que nosotros podamos ver, nuestra vida dará mucho fruto.

martes, 7 de octubre de 2014

Nuestra Señora del Rosario.


¿Sabías que rezar el Rosario previene el Alzheimer?
Miguel A. Espino, profesor de la Universidad de Panamá.

Además de acercarnos al Señor por medio de la Virgen María, el rezo del rosario nos regala grandes beneficios de salud para el cerebro.

Esto, por el resultado de investigaciones científicas en el campo de la neurociencia, utilizados aquellos por los doctores Lawrence Katz y Manning Robin, quienes, en el año 2000, idearon un conjunto de ejercicios dirigidos a fortalecer el cerebro de las personas con síntomas de Alzheimer, un mal que afecta a millares de personas, sobre todo entre los adultos mayores.

La meditación del Rosario es verdadero ejercicio de concentración mental, y pueden acompañarse con oraciones voceadas o silenciosas, mientras se camina o se está sentado; solo o en grupos.

La oración bien hecha siempre ha tenido los beneficios mencionados; pero la investigación científica, una vez más, confirma la presencia de nuevos beneficios no buscados. Además de los méritos espirituales propios, la oración del rosario, tan completa, beneficiará a las víctimas del incurable Alzheimer con una retardación de sus situaciones. Y a los libres de ese mal, les evita caer en la rutina que aparta de la concentración y daña el espíritu y la mente. Una vez más, la Fe y la razón, se dan la mano.

Que Santa María, la Virgen del Rosario, la que nos da la fuerza necesaria para salir victoriosos de tantas batallas y pruebas, nos ayude a valorar el rezo del rosario como un ejercicio de piedad sincera, de meditación profunda y como vehículo para guardar el precioso depósito de la fe que, en este día, nos recuerda San Pablo.

Que ella nos ayude a valorar, recuperar o incluso aprender –aquellos que no lo conocen- las excelencias de este ejercicio de piedad que ha jalonado la vida de piedad de tantas generaciones de cristianos.

¿No sabes rezar el rosario? ¿A qué esperas? Tienes, por si no lo sabes, una gran medicina en tus manos: para el cuerpo y para el alma.