jueves, 30 de mayo de 2013

FIESTA DEL CORPUS CHRISTI




Lc 9, 11-17

Nuestro texto se ubica entre la pregunta de Herodes sobre Jesús (Lc 9, 7-9) y la respuesta de Pedro reconociéndolo como Mesías (Lc 9, 18-21). Es como si, entre ambas, Jesús actuara revelando quién es, manifestando su identidad más profunda. Jesús enseña, cura y da de comer. Es la manifestación visible de la Palabra, el poder y la presencia de Dios.
El episodio de la multiplicación de los panes aparece con diversos matices también en los otros evangelios (dos veces en Marcos), lo que demuestra no sólo que el evento posee un alto grado de historicidad, sino que también la comunidad cristiana primitiva lo consideró fundamental para comprender la misión de Jesús.
Jesús está rodeado de gente pobre, enferma y hambrienta. Les instruye sobre el Reino de Dios y cura a quienes tenían necesidad de ser sanados (v. 11). Lucas añade que “caía la tarde” (v. 12). El detalle evoca a los dos peregrinos de Emaús que invitan a Jesús: “Quédate con nosotros porque ya es tarde y pronto va a oscurecer” (Lc 24, 29). En los dos episodios la bendición del pan acaece al caer el día. Lucas da también una indicación espacial, todo está ocurriendo en un lugar “solitario” (lugar desértico), que evoca el don del maná y las resistencias e incredulidades de Israel en el camino por el desierto (Ex 16, 3-4).
El diálogo entre Jesús y los Doce pone en evidencia dos perspectivas. Los apóstoles quieren enviar a la gente a los pueblos vecinos para que se compren comida, proponen una solución “realista”; la perspectiva de Jesús es distinta, representa la iniciativa del amor, de la gratuidad total, y la prueba incuestionable de que el anuncio del Reino abarca también la solución a las necesidades materiales de la gente: “Denles ustedes de comer”.
Después de que los discípulos acomodaron a la gente, Jesús “tomó en su manos los cinco panes y los dos pescados, y levantando su mirada al cielo, pronunció sobre ellos una oración de acción de gracias, los partió y los fue dando a sus discípulos, para que ellos los distribuyeran entre la gente” (v. 16). El levantar su mirada al cielo revela la actitud orante de Jesús, que vive en permanente comunión con Dios; la bendición expresa gratitud y alabanza por el don que se ha recibido o se está por recibir. El gesto de partir el pan y distribuirlo, recuerda la última cena. Con los dos primeros gestos, Jesús vive el momento con actitud agradecida y filial delante de Dios su Padre; con el último, expresa su sensibilidad y solidaridad delante de los hombres.
Al final todos quedan saciados y sobran doce canastos (v. 17). El tema de la “saciedad” es típico del tiempo mesiánico (Sal 22, 27; 78, 29; Jer 31, 14). Jesús es el gran profeta de los últimos tiempos, que recapitula en sí las grandes acciones de Dios que alimentó a su pueblo en el pasado (2 Re 4, 42-44). Los doce canastos que sobran, no sólo resalta el exceso del don, sino que también pone en evidencia el papel de “los Doce” como mediadores en la obra de la salvación. Los Doce representan a la Iglesia, llamada a colaborar activamente a fin de que el don del Reino pueda llegar a todos los hombres.


Para escuchar la Palabra

Durante su ministerio público Jesús fue, a menudo, huésped y comensal: compartió el hambre del hombre y su sed de convivencia. Dando de comer a la muchedumbre que le había escuchado, multiplicó el pan escaso y sació la necesidad de cuantos le creyeron. ¿Atiendo a Jesús? ¿Me sé atendido por Él? ¿Qué significa para mí celebrar la Eucaristía y “comulgar” en ella con Jesucristo? Como aquella muchedumbre que dejó para más tarde su propia necesidad por saciarse de su Dios, ¿sacio mi hambre de Dios en la escucha de su Palabra? ¿Me la paso satisfaciendo mis pequeñas necesidades sin alimentar mi hambre de Dios?
Los discípulos, siendo realistas por la escasez de medios, advirtieron a Jesús para que despidiera a la muchedumbre necesitada. Pero Jesús los responsabiliza: “Denles ustedes de comer”; y, para obrar el portento, Jesús acudió a la ayuda, pequeña pero no insignificante de sus discípulos, por poner a su disposición lo poco de que disponían, vieron cómo Jesús lograba satisfacer a una muchedumbre. ¿Soy sensible a las necesidades de los demás? ¿Confío en que sumando mi pobreza Jesús podrá saciar el hombre de muchos? Quien tiene a Dios por alimento, tiene al hambriento por alimentar. Olvidarlo sería menospreciar el cuerpo de Cristo que recibimos.

Para orar la Palabra

Reconozco, Señor, que estás interesado en saciar mi necesidad. Aquella muchedumbre que fue para saciar su Hambre de Dios se olvidó de su hambre. Retrasó el comer para escucharte tu mensaje del Reino. Y yo, Señor, pierdo mi tiempo satisfaciendo mis pequeñas necesidades sin saciar esa hambre más profunda y radical de ti. No me siento atendido porque tampoco te he atendido. Despreocupado de ti no te sé implicado en mis cosas.
Ayúdame, Señor, a no anteponer ninguna necesidad a tu querer. A no estar centrado en lo que me hace falta sino en ti que quieres ser respuesta a mi necesidad.
Me vuelvo roñoso porque tengo poco siendo pobre. Pero no estoy escaso de bienes sino de fe. No confío en que abriendo mi existencia a ti, por muy pobre que sea tengo que aprender a compartir desde mi pobreza con los demás. No quiero, Señor, vivir insensible, por razones humanamente justificadas de mi escasez, a la necesidad de pan que sienten tantos hermanos hoy. Desde mi escasez de recursos, Señor, interviene para saciar el hambre de muchos. Que recibiéndote sacramentalmente ponga a disposición la pobreza de mis recursos para que tú seas providente para los demás.




domingo, 26 de mayo de 2013

LA SANTÍSIMA TRINIDAD Jn 16,12-15

La fiesta de hoy nos ayuda a mirar el misterio del Dios en quien creemos y que celebramos: La maravilla de Dios Padre, como fuente y origen de la salvación; el amor admirable de Jesucristo, revelado en su Pascua; y, la obra permanente del Espíritu, conduciendo a su Iglesia, a través de los tiempos, hacia la verdad  entera de Cristo. Este domingo, por tanto, dentro del tiempo ordinario es como una especie de visión sintética y  retrospectiva de la Cincuentena pascual.
Nuestro texto pertenece al testamento o despedida de Jesús, se alude cuatro veces a vocablos como  “decir, “anunciar”, “comunicar”. El elemento básico de esta perícopa es la comunicación entre Dios (Trino) y los hombres. Es comunicación centrada en la persona de Jesucristo. En él, en efecto, Dios se ha comunicado personalmente con el hombre. Porque él mismo es comunicación. El origen está en el Padre, que se vale del Hijo hecho hombre, pero ahora que ha regresado al lugar desde donde había salido, se vale del Espíritu para continuar su obra de amor. Del Padre arranca la revelación, que la da toda entera al Hijo hecho hombre y perdura por la acción del Espíritu en quienes han acogido y continúan acogiendo, ahora y aquí, a la Palabra de verdad de Jesucristo. Es más, hoy, en el Espíritu y por Él, la Iglesia conoce la revelación que Jesucristo ha traído del Padre, penetra en ella y profundiza en ella (Cf. 14,26; 15,26)
¿Cuándo estuvieron los discípulos más cerca del maestro, cuando escuchando directamente su palabra no la comprendía o cuando ya no estando Jesús entre ellos comprendieron lo que su Maestro les había comunicado?. Es el Espíritu el que conduce a la verdad “completa” no se refiere cuantitativamente sino cualitativamente, o sea, que el Espíritu nos conduce a una comprensión en profundidad, a una penetración del misterio de la persona de Cristo y de su obra, del sentido de la muerte, del sentido universalista de su misión salvadora... Todo esto no podía ser comprendido por los discípulos. Es el Espíritu Santo que engendra en el creyente una nueva inteligencia; es la inteligencia de la fe, que es capaz de percibir el misterio de Dios y descubrir el sentido que tienen el mundo y los acontecimientos de la historia. Quien descubre a Dios en la historia propia y en la de la humanidad se ve guiado por el Espíritu, porque Dios se ha manifestado en el acontecimiento principal de la historia, el de Jesús.
El Espíritu será quien glorifique a Jesús, porque gracias a la luz del Espíritu, los discípulos podrán comprender que la humillación de Cristo, su muerte, fue el principio de la exaltación, de la “elevación” hacia el Padre. Les llevaría a la comprensión total de lo que, durante el ministerio terreno de Jesús permaneció oculto.
El Espíritu les recordará lo que Jesús ha enseñado. Pero no se trata el Espíritu de la memoria literal. Les hará comprender el anuncio de Jesús de forma nueva a la luz de los nuevos acontecimientos y situaciones. Les ayudará a sacar de aquel anuncio nuevas riquezas y significados. Y esto, con el fin de que el Evangelio sea no un texto venerable y arqueológico, sino una luz para el presente. No será sólo Espíritu del recuerdo y de la nueva comprensión, sino también el Espíritu de la intervención. Él nos sugiere lo que debemos decir y vivir. Los discípulos no hemos recibido el Evangelio como si fuese una cualidad estática cual joya o regalo de cumpleaños. Poseemos, en cambio, una especie de código genético según el cual él va creciendo en nosotros de forma que seamos espirituales, esto es, creyentes que asumen y ordenan todo en la caridad hasta alcanzar la estatura de Cristo.

Para escuchar la Palabra
Jesús dice que el Espíritu vendrá a continuar la labor y la enseñanza suya. Ha de continuar hablando donde Jesús optó callar y abriéndoles a la verdad, les guiará hacia ella. El Espíritu es viático y guía, compañero de camino y líder de la Iglesia hasta que el Señor vuelva. ¿Cómo es mi atención y reconocimiento a la presencia del Espíritu?, ¿Crezco en el conocimiento de Jesús en mi vida por mi docilidad a su acción en mí? Jesús ha puesto a nuestra disposición la prueba de ese amor de Dios, su Espíritu que es todo lo que de Dios nos ha dejado, para que, dejándonos conducir por él, nos guíe hacia Dios. De nada nos vale creer en Dios, Padre, Hijo y Espíritu, si no nos reconocemos hijos, hermanos y templos de ese Dios Trino por la fuerza del Espíritu.
Conoceremos mejor a nuestro Dios, cuanto más nos reconozcamos amados por Él: quien sabe que su entraña es el Amor, quien se siente entrañablemente querido por Dios, desentraña el ser de Dios. No hay otra forma honrada de situarse ante el misterio más que respetarlo y admirarlo en el silencio y la adoración. ¿Con cuál Dios me dirijo cuando realizo mi oración?, ¿En qué Dios me confío? ¿Qué tipo de familia o comunidad me invita a construir la fe en la Trinidad? ¿He quedado admirado y agradecido de la naturaleza tripersonal de Dios?


Para orar con la Palabra
¡Qué gran regalo nos comunicaste Señor!, ¡Qué magnífico forma de invitarnos y posibilitarnos vivir en comunión por siempre contigo y tu Padre Dios! Nuestras palabras estarán pobres ante la grandeza de tu don. Tú fuiste quien, ante nuestra limitación en la comprensión de la verdad que nos revelaste, pensaste en que fuéramos introducidos mejor en ella, siendo guiados a la verdad plena; tú fuiste quien quisiste que conozcamos tus íntimos secretos; tú, que previste que se nos anunciará las cosas que van a suceder; tú, que deseabas ser glorificado (manifestado); tú, quien posibilitaste la comunión al compartirnos lo tuyo y lo del Padre.

¡De verás, qué amor tan grande manifestado! ¡Y qué compromiso tan especial! Señor, que no abuse de tu amor; que no lo relativice y desaproveche, que no sea indiferente o duro contra de él. Que sabiéndome agraciado viva agradeciéndote; que sabiéndome guiado sepa guiar; habiéndome dado lo más propio tuyo, me apropie viviendo en comunión contigo y tu Padre.

martes, 14 de mayo de 2013

DOMINGO DE PENTECOSTÉS: Jn 20, 19-23


Para comprender la Palabra

Juan coloca la comunicación del Espíritu en la tarde del mismo día de la Resurrección. 

“Estando cerradas las puertas” indica el poder del Resucitado para vencer todo impedimento y, al ponerse en medio de ellos, los discípulos quedan libres del miedo y de la tristeza. El reconocimiento de Jesús es para la Iglesia primitiva un medio expresivo del hecho profundo y trascendente de que el Resucitado se encuentra con los discípulos y es el mismo Jesús con quien habían convivido antes de su pasión. El saludo de paz de Jesús y la certeza de que es él, el crucificado y traspasado, hacen que el miedo deje paso a la alegría. Y el saludo pascual es el ofrecimiento de la “Paz”, que es un bien espiritual, un don interior que se deja sentir externamente. La paz que el Señor resucitado trae a los discípulos de parte de Dios debe acompañarlos en su misión y demostrar al mundo lo que es la verdadera paz.
Y tras el envío sigue la donación del Espíritu. La señal externa es el acto de insuflar unido a las palabras “Recibid el Espíritu Santo”. Dicho gesto alude a la creación del hombre (Gn 2,7) o la profecía de Ez 37,7-14. El soplo, viento, aliento, pueden ser sinónimos de Espíritu tanto en la lengua hebrea como en la griega. El don del Espíritu por Jesús a sus discípulos es descrito de la misma forma que el don de la vida que Dios comunicó al hombre en sus orígenes. Y es que ahora estamos en el origen de una nueva humanidad, ante una nueva creación.
Para que aparezca la vida tiene que ser removida la muerte. El don del Espíritu se comunica como poder contra el pecado. Este fue el poder que Jesús comunicó a sus discípulos. La absolución de los pecados es un don y encargo del Señor resucitado. Así los signos de la presencia permanente de Jesús en la Iglesia son el don de la paz y la recepción del Espíritu. Y así como Jesús ha sido consagrado para traer la salvación del Padre, ahora los discípulos con la Paz y el Espíritu son consagrados para que la lleven a todo el mundo. Existe una relación entre recibir el Espíritu y ser enviados por el Hijo. La misión actual tiene el modelo y fundamento en la misión del Hijo por el Padre.

Para escuchar la Palabra
El nuevo Hombre da la misión a sus discípulos de ser nuevos hombres y de hacer nueva a la humanidad, dándoles su Espíritu. Se los impone y lo posibilita. Los discípulos reciben el aliento del Resucitado y el mandato de perdonar en su nombre y con su poder. Vivir para el perdón es vivir de la resurrección, es vivir con su mismo Espíritu; vivir perdonando es ser nuevo hombre, que ha muerto al pecado y vive para ofrecer vida a los demás. ¿Por qué mis durezas para el perdón al hermano?
Los discípulos pasaron del miedo a la alegría al ver al resucitado en medio de ellos. Él eligió a unos discípulos asustadizos como apóstoles. No hay miedos, ni cobardías o traiciones que nos libren de la tarea de ser sus enviados al mundo. Jesús sacó a sus discípulos de su casa y de sus miedos, de su encierro y de su pusilanimidad y los lanzó al mundo. ¿Experimento su presencia, acojo su paz y me sé enviado como ministro de paz y perdón? Jesús resucitado quiere hacernos hombres nuevos, testigos fehacientes de la fuerza de su resurrección, resucitando en nosotros la alegría del testimonio y la tarea de representarlo.
El resucitado “sopló” sobre los discípulos su aliento personal, su fuerza interior, su Espíritu, haciendo posible su renacimiento. Encerrados en nosotros y alimentando miedos, poco testimonio damos de la acción del Espíritu. Empequeñecemos el Espíritu de Jesús a base de no atrevernos a ser audaces en la vivencia diaria de nuestra fe Más de algún destinatario al verlo se ha de cuestionar: “¿Por qué iba a ser entusiasmante una vida de fe, que no logra entusiasmar a cuantos dicen vivirla?” El mejor argumento que tenemos para convencer al mundo de que Cristo ha resucitado y que es posible vivir de una nueva forma es viviendo dóciles al Espíritu que hemos recibido en el perdón sincero. Quien puede perdonar a quien le ha ofendido, ha recuperado la paz interior y tiene el Espíritu de Jesús. La alegría de vivir pertenece a quien sabe ser tan generoso como para echar en olvido las ofensas.



Para orar con la Palabra
No es la hora del miedo y la soledad. No es el tiempo de la dispersión. No es el momento de hacer los caminos en solitario. No es la época de la uniformidad. No es el instante de la pregunta sin salida. No son los días de desesperar. Es la hora del Espíritu. Es la hora de la comunión. Es el tiempo de la verdad. Es la llegada de la libertad. Es la hora de quienes tienen oídos para oír. Es la hora de quienes tienen corazón de carne y no de piedra. Es el tiempo de los que adoran en Espíritu y Verdad. Es el tiempo de los que creen y esperan. Es el tiempo para los que se quieran hacer nuevos. Es el tiempo para los que quieran hacer lo nuevo. Es ahora cuando todo es posible. Es ahora cuando el Reino está en marcha. Es ahora cuando merece la pena no volverse atrás. Es ahora cuando podemos darnos la mano. Es ahora cuando la voz grita. Es ahora cuando los profetas tienen que gritar. Es ahora cuando los miedosos no tienen nada que hacer. Es ahora cuando nuestra fuerza es el Señor. Es ahora cuando el Espíritu del Señor está sobre nosotros. Es ahora el tiempo del Espíritu. Es ahora cuando los creyentes podemos proclamar: "Me ha enviado a proclamar la paz y la alegría". Hoy, Señor, es mi hora.

martes, 7 de mayo de 2013

DOMINGO DE LA ASCENSIÓN Lc 24, 44-53


Para comprender la Palabra

La narración de la Ascensión de Jesús a los cielos es, para san Lucas, el culmen del itinerario de Jesús y el paso entre el “tiempo de Jesús” y el “tiempo de la Iglesia”, inaugurada con el don prometido por el Resucitado. La Ascensión significa la exaltación de Jesús a la derecha del Padre, verdad confesada en el símbolo apostólico. Este misterio señala la tensión en la que entra la comunidad de los discípulos: una tensión entre la ausencia del Señor y, al mismo tiempo, su presencia. Con la Ascensión se cierra el tiempo de las apariciones y se muestra la hondura de la pascua. Jesús, que ha caminado con los hombres, se ha convertido en meta de la marcha de la historia. Su mensaje ha trascendido los caminos de la tierra y se presenta como un don que sobrepasa todas nuestras ansias... Desde Dios, la realidad de Jesús se presenta como hondura y raíz, fundamento, verdad y meta de la vida de los hombres.
Hay semejanzas y diferencias entre la primera lectura Hech 1, 1-11 y nuestro texto evangélico (se repiten temas como: la enseñanza, el Espíritu, la permanencia en Jerusalén, el testimonio, la subida al cielo). Y es que estos textos son como una “bisagra” que une el final del evangelio de Lucas con el principio de Hechos de los Apóstoles. La última instrucción del Señor resucitado a sus discípulos vuelve a insistir en la explicación de lo acontecido a la luz de las Escrituras, la misión al mundo para predicar la conversión y la renovación de la promesa del Espíritu. Antes de dejarlos, Jesús deja amaestrados a sus discípulos y les deja lo que daba sentido a su vida: su propio espíritu y la misión universal. Al poner estas instrucciones, Lucas, prepara al lector para leer y comprender la segunda parte de su obra – Hechos de los Apóstoles -, a la vez que conecta la historia de las primeras comunidades cristianas con Jesucristo.
La comunidad mira al Señor que asciende (evoca pasajes de Elías y Eliseo), como comunidad profética que hereda el Espíritu de Jesús para continuar su misión. “Aquello que fue visible en nuestro Redentor, ha pasado ahora a los sacramentos (León Magno). La imagen para describir la Ascensión no puede ser entendida literalmente. Se basa en unas coordenadas espaciales que, como lo sabemos hoy, no responden a planteamientos científicos (el cielo, morada de Dios, está arriba). En realidad, Jesús resucitado no ocupa un lugar físico ni se encuentra en ninguna de las dimensiones que nosotros conocemos. Utilizando una forma de escribir propia del lenguaje religioso de la época, el evangelista nos quiere decir que Jesús está con el Padre, que vive la misma vida de Dios. Culminada su tarea en este mundo, ha entrado en la “gloria” e inaugura un nuevo modo de presencia entre los suyos.
Jesús se presenta como sumo sacerdote que ofrece la bendición sobre el pueblo (inspirada en Eclo 50,20-24, aunque con la diferencia de que es fuera del templo, en Betania), produciendo en éste, alegría y paz. El lugar a donde regresan y se reúnen será Jerusalén, desde donde partirá el anuncio de la muerte y resurrección del Señor. Los discípulos se postran ante el Resucitado. Es la forma de decir que lo reconocen como Dios y Señor, que lo adoran como tal. Luego vuelven a Jerusalén, el lugar donde han de esperar al Espíritu, y lo hacen “rebosantes de alegría”, un sentimiento que para Lucas es signo de la llegada definitiva de la salvación. Por último, los discípulos en espera del Espíritu se mantienen unidos en la oración.

Para escuchar la Palabra
¿He caído en la cuenta de que con la Ascensión de Jesús celebro su ausencia física en nuestro mundo? Subiendo al cielo Jesús culminó su paso por la tierra: tras nacer y crecer como un hombre, tras convivir con los hombres y predicarles el reino de Dios, tras morir por todos los hombres y dejarse ver de algunos elegidos, Jesús se separó de ellos dejándolos solos en el mundo. Pero antes los instruyó desde la palabra y les dijo: “Ustedes son mis testigos”. Él me ha dejado la encomienda de representarlo. No tengo derecho a creerme abandonado ni puedo soportar que a nuestro alrededor se le dé por perdido. Estoy llamado al testimonio. Recibí una encomienda muy específica. ¿Hasta qué punto soy memoria viva de su presencia y de su intervención en favor de la humanidad? ¿Soy capaz de iluminar desde la Escritura el misterio de mi Señor, siendo testigo de su amor?
La ausencia física de Jesús no supone la privación de su Espíritu: quienes tienen la tarea de representarlo en el mundo tendrán también la asistencia de su fuerza interior. Alejándose de los discípulos, el Señor dejó una misión difícil y su fuerza interior. La alegría de vivir y una vida ocupada en el testimonio y la oración son los frutos de quienes esperan el Espíritu de Jesús. No estoy solo: tengo una tarea y cuento con su mismo Espíritu. Y el mundo me espera, aunque no lo diga, porque espera una razón para vivir y la fuerza. Ambas las ha dejado el Señor antes de partir. ¿Cómo he respondido a ello? Por mi forma de vivir mi vida de discípulo, ¿Dejo entrever que gozo de la presencia del Espíritu y el compromiso de ser su testigo en el mundo?, ¿Qué aporte realizo en el mundo que el Señor me confió?

Para orar con la Palabra
Te fuiste, Señor, al seno del Padre, habiendo cumplido tu misión en la tierra. Nos has dejado solos pero no abandonados. No te vemos, pero no estás ausente. Ya has concluido tu misión y sigues enviando a representarte. Ya estás plenificado y eres comunicador del Espíritu. Una tarea y tu misma fuerza has querido compartirnos antes de partir. Nos has instruido y confiado el mundo. Habiéndonos iluminado el sentido de los acontecimientos, nos has confiado ser tus testigos. Es el tiempo de dejarnos mover por tu Espíritu. Es tiempo de la profecía y de la misión. Perdona mis cobardías y negligencias, mis contribuciones por crear más ausencia que presencia tuya en el mundo. Señor, reconociéndote exaltado dame fuerza para comprometerme a ser tu testigo en el contacto con tu palabra y en la unidad comunitaria. Que, habiendo sido iluminado por tu Espíritu y Palabra, ilumine la vida de tantos hermanos nuestros. Y que, cumpliendo tu misión, experimente tu Espíritu de amor, tus cuidados y atenciones.