domingo, 9 de noviembre de 2008

En la Mente y el Corazón


Por qué nuestro afán por reglas infalibles está mal encauzado

por Patty Kirk

Como maestra de Inglés que regularmente enseña un curso llamado Gramática Inglesa Avanzada, colegas y amigos y hasta completos extraños se acercan a mí muy seguido para preguntarme cuál es la “gramática correcta” para algo que están escribiendo. Normalmente mi respuesta es que no hay una sola respuesta correcta. Se podría decir que, invariablemente, la duda que la persona tiene es un caso que desconcierta a casi todos los escritores – bueno, a todos menos a los super fanáticos de la gramática que heredan o inventan reglas para resolver cada problema.

Cuando les digo a las personas que no hay una sola respuesta correcta a su pregunta, comúnmente se molestan. Al igual que mis alumnos de Gramática, ellos no quieren tener que analizar el contexto gramatical para encontrar la opción que encaje de la mejor manera. Quieren una regla.

Lo más importante que los estudiantes aprenden en mi curso de Gramática es que el lenguaje cambia. Cambia con el tiempo. Cambia con la influencia de la gente que habla otros lenguajes. Cambia a la par que la tecnología y valores culturales evolucionan. Cambia a como nosotros cambiamos.
“El Lenguaje es maravilloso en ese campo” me encanto. “No es una bola apretada de leyes. Es flexible, dinámica, viva. Es humana, real. Es por eso que a Jesús lo llamamos “La Palabra”.

Sin embargo, los cambios asustan a muchos estudiantes. Las palabras que incluyen género en Inglés, por ejemplo. A algunos de mis estudiantes se les enseñó a utilizar “él” para una persona cuando no se especifica el género. Algunos utilizan el plural “ellos”, ignorando que hay una discrepancia de número. Tal vez porque doy clases una escuela cristiana medianamente conservadora, yo nunca me topo con estudiantes que siguen la misma regla sexista que me enseñaron en la universidad: reemplazar el él de la palabra antigua por ella. Solamente algunos estudiantes aprendieron, como mi hija durante su tercer año, que utilizar él es discriminatorio y ellos es gramaticalmente incorrecto. Los libros de texto de mi hija le enseñaron cómo hacer lo que todos los escritores de Inglés estándar deben hacer estos días: revisar la oración para resolver tanto el error de género como el de número. ¡Como sería mucho más fácil, se quejan mis estudiantes – después de quejarse también un poco sobre los males del feminismo – si simplemente tuviéramos una palabra, o una regla que resolviera el problema!

Me llama muchísimo la atención, este deseo por una regla. Algo para no tener que pensar. Un sistema artificial de medición que reemplace las escalas que Dios nos puso en nuestro cerebro y nuestro corazón. Este amor por las leyes lo descubro en mí misma cada vez que tengo un problema.

Educar a los hijos, por ejemplo. Si sólo hubiera una regla que pudiera seguir para lograr hijos perfectos, me imagino. Los hijos nunca me fallarían, ni se fallarían a sí mismos. Hijos que nunca le fallarían a Dios. Compro libros y trato de seguir sus consejos. Pero mis hijos, ni modo, resultan ser tan pecadores como el resto de nosotros. Hasta lo poco que la Biblia tiene que decir sobre la materia de la educación de los hijos no parece resolver el problema. Todos conocemos a muchos hijos que sus padres los regañaban o que realmente parecen haber sido educados muy bien, pero que resultan ser peor que otros que fueron abandonados a sus propios recursos.

Una historia muy curiosa en el Libro de los Jueces ilustra muy bien esta manía por las reglas. Un ángel visita a una mujer sin nombre – solamente la conocemos como la mujer de Manoa y mamá de Sansón- y le dice que finalmente va a tener un hijo. El ángel le da instrucciones sobre no tomar vino o comer cualquier cosa impura durante su embarazo y, una vez que nazca su hijo, no cortar su cabello porque él está destinado “a ser un Nazoreo, dedicado a Dios desde el seno de su madre” (Jueces 13:5). Un muy largo intercambio sigue –que involucra varias conversaciones entre la mujer y su esposo y una segunda visita del ángel – en que la pareja trata de convencer al ángel de que les diga “la regla que gobierna la vida y el trabajo de ese niño” (Jueces 13:12). Pero es en vano. El ángel solamente repite los requerimientos dietéticos, que a la pareja le debió parecer totalmente independiente de lo que ellos querían saber: Cómo lidiar con el asunto de educar a su hijo. ¡Danos una regla! Le rogaron.

Toda la escritura, uno podría alegar, está llena de reglas. Está La Ley – la fuente de tales requerimientos dietéticos como el ángel decía- que gobernaban todo desde los sacrificios y la conducta sexual hasta control de moho y cuándo tirar las especias. Están también incluso las reglas que Jesús ofreció – poner la otra mejilla, no orar como un hipócrita, ni siquiera pensar sobre el adulterio - y resumidas en dos reglas más: Amar a Dios y amar a los demás como a uno mismo. Y entonces también están las reglas que Pablo y otros líderes de la iglesia temprana agregaron: Seguir turnos para profetizar en la iglesia, no permitir que alguien con más de una esposa sea un elder de la iglesia, no usar el cabello en trenza si una es mujer y cosas así.

Sin embargo, ninguna de esas reglas – ni una sola, o todas juntas, ni siquiera el resumen de todas en las dos reglas de Jesús – satisfacen mi más profundo deseo cuando me enfrento a una situación difícil. Yo quiero una regla especial que gobierne mi vida y mi trabajo en cada situación, una que se salte el tener que pensar y sentir y que elimine riesgos. Una regla que me convierta en un robot feliz que siempre hace lo que es correcto.

La respuesta de Dios a mi deseo de esa regla, como mi respuesta a las personas que me preguntan sobre gramática, es que esa regla no existe.

Por otro lado, Dios nos dio reglas de conducta que seguramente harían que nuestra vida estuviera libre de problemas si fuéramos capaces de seguirlas todo el tiempo. Pero no lo somos. Si Dios hubiera querido robots, capaces de hacer solo el bien, nos hubiera hecho así, por supuesto. Pero Él quiso algo mejor. Nos amó y quiso que nosotros también lo amáramos. Y el amor involucra inevitablemente pensar, sentir y estar dispuesto a arriesgarlo todo.

Jesús dijo, también, que cuando creemos en Él, ya estamos haciendo la “obra de Dios” (Juan 6:29). En verdad, por medio de Jesús, de alguna manera nos convertimos en las reglas que buscamos. Dios dijo de su nueva alianza: “Yo pondré mi ley en sus mentes y la escribiré en sus corazones” (Jeremías 32:33). En otras palabras, a través del sacrificio de Jesús, Dios nos da la capacidad para pensar y sentir cómo debemos actuar en cada predicamento en el que nos encontremos con la guía de su Espíritu Santo.

Las reglas son buenas, me gusta decirle a mis estudiantes. Pero la vida real es mejor. Mucho mejor.


Este artículo se publicó originalmente en Christianitytoday.com

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