jueves, 24 de marzo de 2016

El lavatorio de los pies, de Sieger Köder

Después de la Misa de hoy, la hermana Dania me ha regalado una estampa de Sieger Köder que representa al Señor lavando los pies a Pedro. No conocía el cuadro ni al autor, pero me ha impresionado profundamente. Mientras espero el momento de participar en la hora santa, he escrito esta pequeña meditación.

En el cuadro solo se ven la figura de Pedro (sentado) y de Jesús (arrodillado). Al fondo, en la penumbra, un pan y un cáliz sobre la mesa.
Pedro tiene los pies en el agua. Apoya una mano en el hombro de Jesús (lo que indica que entre ellos hay una relación de intimidad) y alza la otra, como queriendo detener a Jesús.
Jesús está completamente inclinado, postrado por tierra, con la mirada puesta en los pies de Pedro, concentrado en su acción.
Además, Jesús está revestido con el “talit”, el manto judío para la oración, indicando que el lavatorio de los pies es un acto de culto. El culto que Él ofrece al Padre es el servicio a los pecadores, la entrega incondicional de sí mismo.
Un rabino podía pedir cualquier servicio a sus discípulos, excepto que le lavaran los pies. Esa labor estaba reservada a los esclavos o a las mujeres. Los esclavos lavaban los pies a sus amos y las mujeres a sus esposos, padre o hijos.
En el agua sucia de la palangana se refleja el rostro de Cristo. Es el rostro del que se despoja de su rango y se convierte voluntariamente en esclavo de todos, el rostro del que no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por los pecadores.
Yo no soy distinto de Pedro. Amo a Jesús con sinceridad, pero soy capaz de traicionarle en cualquier momento. Lo reconozco como mi Señor, pero no termino de comprenderle. Quiero seguirle, pero me avergüenzo de que Él se rebaje a servirme y a lavarme los pies una y otra vez, me canso de tropezar siempre en las mismas piedras y me cuesta dejarme limpiar por su gracia.
Necesito descalzarme, dejar que Jesús lave mis pies sucios, que entre en las zonas oscuras de mi corazón para limpiarlas y sanarlas. Es precisamente en el agua sucia de mi debilidad donde puedo descubrir su rostro amoroso, que “castiga mis muchas faltas con grandes bendiciones” (Santa Teresa de Jesús). Es allí donde se revela su rostro: cuando dejo que su gracia sane mis heridas, que su amor limpie mis pecados, que su fidelidad ilumine mis tinieblas.

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