miércoles, 30 de marzo de 2016

Por el Camino de Emaús

En el relato de Emaús sorprende la cercanía de Cristo. Su humanidad, aunque gloriosa, no ha dejado de ser humana. Mientras aquellos dos discípulos huían de Jerusalén temerosos, desconfiados y desilusionados por el aparente fracaso de la cruz, Jesús se les hace el encontradizo. Y mientras les iba explicando todo lo que en las Escrituras se refería a Él, fue abriéndoles el corazón para que, desde el amor, pudieran entender la palabra suprema que iba a ser el gesto sencillo de partir el pan. Sólo en ese momento le reconocieron, pero Cristo desapareció, dejando tras de sí la huella de su presencia: el fuego de amor en el corazón y el pan partido sobre la mesa.

Qué bello suspender el relato en este momento en que cesa la presencia física y gloriosa de Cristo y queda sólo ante los ojos del corazón asombrado aquel pan partido sobre la mesa. Era el signo de una certeza: que Cristo había caminado con ellos, que les había explicado las Escrituras, que habían oído en las palabras de la bendición del pan aquella voz del Maestro que les resultaba tan familiar, e incluso que lo habían reconocido allí, junto a ellos, tan real y cercano como siempre lo habían sentido antes de morir en la cruz. Cuánto tiempo estarían los discípulos contemplando el pan partido en la mesa y adorando, desde el amor encendido, esa dulce presencia, tan humana, del Cristo caminante, que acababan de gustar.

Ante el pan partido, brotaría espontánea una silenciosa confesión de fe y de amor: “¡Es el Señor!”, la misma que brotó del corazón sorprendido de Juan en la orilla del lago de Tiberíades. La misma que debe brotar en ti y en mí cada vez que te acerques a comer de ese Cristo partido que, cada día, se te hace pan sobre la mesa del altar.

Fuente: Emilio Ferrando


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