miércoles, 26 de diciembre de 2007

Ejercicios para una vida espiritual sana

Les comparto este artículo que me pareció muy útil, está tomado de la página católica Encuentra - Maria Isabel Román.

Es posible y útil recoger de la experiencia propia y ajena algunos de los ejercicios que suelen hacer gran bien a nuestro espíritu. Entre ellos se cuentan:
1. Darnos tiempo suficiente de silencio. Esto va unido al descanso, incluso corporal. Implica suspender comunicaciones; tomar distancia, aliviar sustancialmente o cambiar por completo la agenda. Buscar un ritmo diferente, que deje espacio para que las voces. No sólo exteriores sino también interiores, se sosieguen.
2. Dejar a un lado las actitudes defensivas o acusatorias. Este es uno de los pasos más difíciles. La manera como lo formulamos es propia del lenguaje reciente pero en realidad viene de una larga y frondosa tradición. La formulación más común está en dos grandes preceptos: "conócete a ti mismo" y "examina tu conciencia." En ambos casos lo esencial es: deja de buscar culpas afuera y deja de esperar que los demás estén contentos contigo. En principio esto puede sonar a egoísmo: alguien que se encierra en su mundo o que quiere que todas las explicaciones salgan de su sola historia. El propósito en realidad es lo ya dicho: resulta estéril mantener la cabeza ocupada en la tarea de defenderse uno de reales o supuestas acusaciones; más estéril aún es embrollarse en juicios de culpa que incriminan a gente que ni siquiera está ahí presente. Hay que
liberarse de todo eso y centrarse en lo que uno puede cambiar, que se reduce básicamente a la propia vida.
3. Escuchar a fondo la Palabra de Dios. Nuestros pensamientos no pueden reemplazar a los pensamientos de Dios. Siempre me ha chocado ver la poca fe que solemos tener en el poder de la Palabra como tal. Pero yo no voy a decir aquí muchas palabras para defender a la Palabra. Sólo indico que la lectura o la escucha prolongada y amorosa de la Palabra trae luz, dirección, consuelo, reprensión, esperanza, gozo espiritual. Los antiguos monjes buscaban el camino de la santidad ante todo por el ejercicio de "rumiar" la Palabra según un método sencillo de escucha, memorización, repetición atenta, apertura a la iluminación de Dios. Este ejercicio, con algunas variantes, suele recibir el nombre de Lectio Divina.
4. Oración personal y comunitaria. Tal vez este es el ejercicio espiritual por excelencia. Nada puede reemplazar a la oración. La oración nos pone en el ámbito del poder de Dios; por contraste, todo lo demás que hagamos nos deja siempre en el rango de lo que nosotros u otros seres humanos pueden. Los análisis de las causas de nuestros males, o las más brillantes terapias, o los consejos más sabios, o las resoluciones más fuertes... todo eso es válido e incluso necesario, pero la fuerza para permanecer deseando el bien que uno mismo descubre que es bueno y trabajando con humildad y perseverancia por él, esa fuerza no está en el corazón humano. Todo el Antiguo Testamento se puede resumir en eso: hemos aprendido que necesitamos de Dios. Tal es la precondición de una oración sincera, prolongada y enamorada. Sobre la oración hablaremos más en extenso más adelante.
5. Mirada seria pero serena a la eternidad. Ha sido el camino de multitud de santos. Recordar que nuestro destino trasciende el umbral de la muerte resta poder a las cosas que nos seducen demasiado o nos preocupan demasiado en esta tierra. ¡Cuántas conversiones suceden al borde de una tumba, cuando es ya evidente qué cosas perduran y cuáles se desvanecen sin remedio! Tales consideraciones, sin embargo, han de ir sazonadas con el don de la esperanza. La predicación de la disolución que trae la muerte o de los riesgos de la muerte eterna es importante, pero no conducirá a Cristo si no anuncia a Cristo como aquel que trae la Vida.
6. Alcanzar la referencia sacramental. Desde antiguo ha sido tentación el gnosticismo: volver a la fe una idea. Para disimular el engaño se dirán cosas elogiosas sobre esa idea o se la intentará vestir con términos de tradición cristiana como "iluminación." Pero la fe no es una idea. El gran descubrimiento que uno hace al convertirse no es que hay algo que uno no sabía sino que Alguien con el que uno no había querido o podido o sabido encontrarse. Nuestra fe es fe en Alguien, y nuestra oración es diálogo. Ese Alguien, sin embargo, se vuelve de nuevo idea si no toca la concreción de nuestra carne y nuestra historia. Eso precisamente es lo que hacen los sacramentos. El agua con la que me bautizaron, la absolución cuando me confesé, el crisma que ungió mi frente no son ideas: son hechos vitales, marcados por mi propia historia. Hablan de lugares, acentos y personas: tienen el sabor, aroma y tacto de Alguien. Sin sacramentos la fe resbala a pura idea y se deshace en gnosticismo abstracto y anodino. Con los sacramentos la fe se levanta, interpela, embellece, transforma irreversiblemente la historia personal y comunitaria.
7. Resoluciones firmes, realistas y compasivas. Este ejercicio viene a ser como la consecuencia natural de muchos o todos los anteriores. Nuestras resoluciones no son simples anhelos. Van más allá del terreno bello pero brumoso y estéril del "¡Qué bonito sería!" La concreción de los sacramentos, especialmente de la confesión, deja su sello cuando uno descubre que sí puede hacer cosas específicas para mejorar la propia vida, no en la soledad orgullosa de quien quiere halagar su vanidad sabiéndose más y más perfecto, sino en la gratitud humilde de quien ahora se sabe acompañado por el que es Dueño y Señor de todo y de todos.
8. Cultivar el sentido de comunidad. La experiencia de la conversión es intensamente personal. Supone la capacidad de decir algo por sí mismo y desde sí mismo. Sin embargo, nuestra fe no opone lo personal y lo comunitario. Muy al contrario: la fe que se resiste a la dimensión comunitaria degenera en fantasía o en voluntarismo.
Por lo mismo, el ejercicio de descubrir las huellas del amor divino en otros es no sólo un modo de crecer en la fe sino de purificarla. Crecemos al ver cuántas cosas hermosas, sabias y fuertes hace Dios. Somos purificados al ver en otras personas los buenos ejemplos que todavía faltan en nuestras vidas, o al descubrir que cuando se nos exigen algunas dosis de generosidad, oración o paciencia nos faltan virtudes que deberían estar en nosotros.
9. Celebrar asiduamente la fe y los sacramentos. La fe no es una idea, ya lo hemos dicho; tampoco es sólo un manual de comportamiento. La fe es noticia, noticia gozosa que a largo plazo puede subsistir sólo en el ámbito de la celebración y la liturgia. Esto vale particularmente para la Eucaristía, cuyo mismo nombre nos mueve a gratitud y a volver con renovado impulso a las fuentes de nuestra alegría y del amor que queremos dar a otros.
Conviene repetir aquí lo dicho sobre el "toque" de Dios: un niño no necesita una sola caricia ni una sola sonrisa, sino un camino de cariño y guía fiable. Es lo mismo en la vida espiritual: no necesitamos sólo oírle una vez a Dios que sí nos ama; necesitamos el camino de su gracia en nuestra vida, y ello es lo que recibimos especialmente en contacto con los sacramentos, si son bien celebrados y vividos. Es el contacto con el Dios que nos confirma de mil modos lo que ya sugerían sus primeras caricias y ternuras.
10. Definir un camino de piedad y devoción personal. Las experiencias inducidas llevan a resoluciones. Entre ellas tiene un lugar prioritario la oración, por supuesto. Nada serio sucederá en la vida, nada que realmente la mejore, si no llega de mano de la oración.
Negar esto es negar la verdad fundamental del Nuevo Testamento: "todos han pecado y están lejos de la presencia gloriosa de Dios. Pero Dios, en su bondad y gratuitamente, los hace justos, mediante la liberación que realizó Cristo Jesús" (Romanos 3, 23-24). Si somos hechos justos sólo por gracia, como un regalo, no es nuestro solo esfuerzo el que habrá de conservarnos en el bien así recibido. La oración habitual, que entonces se llama piedad y devoción, es el camino ordinario por el que uno mantiene fresca en la memoria la propia indigencia, a la vez que se dispone con humilde amor a recibir más y más de los tesoros que Dios quiere comunicarnos por su gracia.

La vida de oración y piedad toma muchas formas, como ya lo enseñó ampliamente San Francisco de Sales, y no debe ser simplemente impuesta. Lo que sí debe quedar claro a todos es esto: sin un camino abierto para recibir el fuego del amor nuestro corazón se enfriará irremediablemente.
El alimento espiritual dosificado llega usualmente a través de la Liturgia de las Horas, el Santo Rosario, la Lectio Divina, la Adoración Eucarística, o algunas otras formas de devoción como el Via Crucis, el Rosario de la Misericordia, las visitas regulares a los santuarios, las jornadas de ayuno o alabanza, los congresos o convenciones católicas, u otras actividades parecidas. Cada persona habrá de encontrar su propio camino, evitando extremos de fanatismo o de raquitismo espiritual.
Dos cosas, sin embargo, no pueden faltar: el examen frecuente de la propia conciencia y los espacios de plegaria en soledad. Esos momentos a solas con Jesús renuevan una y otra vez la experiencia de una mirada que nos escruta suavemente, que nos penetra sin agresión y nos bendice con su verdad y su misericordia. Tal vez es en ellos donde mejor puede percibirse lo que significa conocerse a sí mismo.

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